28 de julio de 2015

¡Pedagogía de la Cruz!

3. PEDAGOGÍA DE LA CRUZ  


   El sacrificio de la Cruz es todo Él un acto pedagógico, donde el Señor nos redime en el amor cargando libremente con nuestros pecados; viviendo esos momentos de soledad y abandono en la Pasión, donde nos eleva a la filiación divina al hacernos hijos en su Cuerpo y su Sangre, por el Espíritu Santo.


   Antes de expirar entrega a María, que es la pedagoga del Evangelio, como madre de la humanidad; y en particular de Juan -único representante de esa Iglesia apostólica, germen del Reino de Dios-. No se lo dice a las mujeres que se encuentran allí, sino que ofrece a su Madre -como no podía ser de otra manera-  a su Cuerpo Místico, representado por Juan, del que Él es Cabeza. Por eso, esa Cruz redentora nos muestra, en su amor salvífico, a María y a la Iglesia, acompañadas de la vida sacramental en la gracia de su Espíritu. De allí  surgen la Fe, la Esperanza y la Caridad, sin las que un cristiano no puede vivir; urgiéndonos, con su ejemplo, a la fortaleza en el dolor. Y todo ello nos lleva a la oración que nace de la boca de Cristo, y de su último suspiro al Padre.


Nos lo recuerda Benedicto XVI en su Carta Encíclica “Spe Salvi”, punto 50, página 86:

Junto a la cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes. Con esta fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la esperanza, te has ido a encontrar con la mañana de Pascua. La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), que recibieron el día de Pentecostés. El «reino» de Jesús era distinto de como lo habían podido imaginar los hombres. Este «reino» comenzó en aquella hora y ya nunca tendría fin. Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.”


   Esa Cruz, fuente de amor, es sobre todo una escuela donde el sufrimiento alcanza el más profundo de sus sentidos. Y nos recuerda que podemos sufrir solos, en una existencia sin rumbo; o bien, hacerlo con y por Cristo. Aprendiendo, mediante la pedagogía del sufrimiento, en un acto de fe que ilumina el sentido, a obedecer: abrazando y cumpliendo la amorosa Voluntad de Dios. Y no lo hacemos solos, sino junto a Aquel que pone sus hombros para compartir con nosotros el peso de nuestras miserias.


   Así nos lo recordaba san Josemaría en “Amigos de Dios” punto 132, Con la mirada en la Meta, página 197:

   “No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso. Nosotros colaboramos con Simón de Cirene que, cuando regresaba de trabajar en su granja pensando en un merecido reposo, se vio forzado a poner sus hombros para ayudar a Jesús. Ser voluntariamente cireneo de Cristo, acompañar tan de cerca de su Humanidad doliente, reducida a un guiñapo, para un alma enamorada no significa una desventura, trae la certeza de la proximidad de Dios, que nos bendice con esa elección”


   Por eso es indispensable que una verdadera  educación fusione la razón y la fe, ya que ambas proceden de Dios y se necesitan, asintiendo la fe a la verdad divina por sí misma y descubriendo al hombre su propia realidad: física, intelectual, moral y espiritual.


   Juan Pablo II nos lo recordaba en su Encíclica “Fides et Ratio”, punto 27 del capítulo III:

   “Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que dé una certeza no sometida ya a la duda”


   Observamos constantemente que la cultura moderna reduce la formación a una de tantas parcelas del saber humano: a la instrucción; olvidando la contemplación de la verdad como objetivo de la educación y traicionando la búsqueda del fin último y el sentido de la vida. Por ello, nos orienta hacia fines utilitaristas de placer y poder, ofuscando la dignidad de la razón, que ya no es capaz de buscar lo verdadero y lo absoluto.


   Juan Pablo II nos lo recordó en su Encíclica “Fides et Ratio”, punto 107 de la Conclusión, página 142:

   “Pido a todos que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor, y en su permanente búsqueda de la Verdad y del Sentido. Diversos sistemas filosóficos, engañándolo, lo han convencido de que es dueño de sí mismo, que puede decidir automáticamente sobre su propio destino y su futuro, confiando sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas. La grandeza del hombre jamás consistirá en eso. Sólo la opción de insertarse en la Verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su realización. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios, como realización suprema de sí mismo”


   La propia verdad del hombre y su altísima dignidad han sido conquistados por Cristo en la Cruz a través de la Redención: que es la medida del amor de Dios por los hombres y el inmenso valor de la persona humana. Así, cuando el hombre sufre al lado de Jesús, recibe esa fuerza sobrenatural en el alma,  -como fruto de la cooperación con la Gracia del Redentor crucificado- que lo sobrepone a la enfermedad que inutiliza sus miembros, manifestándole, en la realidad de su vida, la composición de materia y espíritu en la que se reconoce con su ser personal.


   Sólo en Jesucristo el hombre conoce su propia humanidad, cuando comprende que su liberación del pecado ha costado hasta la última gota de sangre del Hijo de Dios. Y aunque eso lo enfrenta a la realidad de que no hay cristianos sin cruz, no podemos olvidar que la Cruz de Cristo conduce siempre a la Resurrección; y por ello la alegría siempre estará latente ante el dolor y el sufrimiento, con la luz de la fe que desentraña ese profundo sentido de esperanza, que se adhiere al corazón enamorado del discípulo del Señor.


Nos lo recuerda San Josemaría en el punto 52 de Surco:

  “Nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo. Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!, Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad aquí y, después, eternamente.”


   Por eso privar a nuestros hijos, a nuestros alumnos, al mundo entero, del conocimiento de Cristo a la luz de la fe, a través del sentido del sufrimiento en la Revelación de la Cruz, es negar a la persona humana la capacidad de conocerse, crecer, vivir, alegrarse y perfeccionarse como tal; truncando la propia finalidad y el propio objetivo de la tarea educativa. Sólo hay un camino para lograr que nuestros educandos lleguen a ser lo que están llamados a ser, y ese es Jesucristo: camino, Verdad y Vida. Olvidarlo puede costarnos un precio muy alto que somos incapaces de pagar: la responsabilidad de las vidas que, por nuestra vocación, han sido depositadas en nuestras manos por Dios.


Quiero finalizar esta tesis, casi como la comencé, con unas palabras de san Josemaría que nos urge a cumplir con nuestro deber, en Surco punto 310.


   “…No son derechos nuestros: son de Dios, y a nosotros los católicos, Él los ha confiado…¡Para que lo ejercitemos!”