22 de julio de 2015

¡Ojalá, ojalá!

Evangelio según San Juan 20,1-2.11-18. 


El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro
y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús.
Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto".
Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció.
Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo".
Jesús le dijo: "¡María!". Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!".
Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'".
María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras. 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan no es sólo de una gran belleza literaria, sino plástica. En él, cada circunstancia y cada momento vivido por los apóstoles y las santas mujeres en la resurrección de Cristo, ha sido transmitido con tanta fidelidad y cariño que, sin estar, estamos. Podemos cerrar nuestros ojos y situarnos al lado de María Magdalena y, con ella, volver a revivir cada instante. Porque esa mujer no dejó pasar ni un minuto más del debido, para acercarse al lugar donde yacía el Cuerpo de su Señor. Estaba desolada porque con las prisas no le había podido dar el honor que le debía: quería lavarle, curar esas heridas que habían taladrado sus extremidades; desparramar los óleos y los ungüentos que iban a inundar la tumba de olor a nardos y esconder el hedor de la muerte. Pero al llegar al lugar donde yacía el Maestro, la piedra estaba corrida.

  Juan no esconde el sentimiento que embargó a la Magdalena; no minimiza la falta de fe en la Resurrección gloriosa, que presenta la mujer. Simplemente cuenta los hechos, tal y como ocurrieron ¡cómo debe ser! con la fidelidad a la verdad del Evangelio. Y contemplamos como se acelera el corazón de la joven, al pensar que alguien ha robado el Cuerpo de su Señor. Como las lágrimas corren por sus mejillas, ante el pavor de la pérdida. Y ante lo que observa y no entiende, hace lo que corresponde a cualquiera que siente que es  miembro de la Iglesia de Cristo: recurrir al auxilio de sus pastores.

  Allí estaban Pedro y Juan, dispuestos a correr al encuentro de su Señor. Y mientras María, rota de dolor, lloraba la ausencia de Su Maestro. Su corazón se encogía ante ese momento de pérdida. No entiende que, aunque ella ama de una forma incondicional, su búsqueda no sea  como la de los demás. Quizás se conforma con menos; y hasta  es posible que no haya comprendido la profundidad del mensaje cristiano. Pero quiere con locura al Hijo de Dios, y ha puesto a Su disposición su vida. Ha cambiado su pecado por una actitud fiel de arrepentimiento y virtud. Por eso María llora desconsolada, al pensar que no sabe dónde está su Jesús.

  Y Cristo, ante esa disposición, nos enseña que Él se manifiesta a los que Le buscan de verdad. No a los que ceden a la evidencia, al desánimo y al desaliento. No a los que escudriñan en la Escritura por el placer de saber, más que por el de encontrar. Sino que se muestra a aquellos que, a pesar de las circunstancias adversas, siguen fieles a su Persona. Porque no os podéis olvidar que ser cristiano, no es seguir un cúmulo de normas; ni practicar una ascética meditada, y ni tan siquiera pasar nuestros días reflexionando sobre las verdades de la fe. Ser cristiano es seguir a Jesucristo; poniendo nuestros ojos en Él: Escuchándolo, mirándolo y amándolo por encima de todo; fieles a su Palabra. Así lo hizo aquella mujer, que no podía despegarse de su lado; y así valoró Jesús ese amor, que superó la realidad de la muerte. Eso busca  El Maestro de ti y de mí; que estemos sedientos de su amor, y al encuentro de unos minutos -que robamos a nuestro día-para estar cerca de Él, en El Sagrario de cualquier Iglesia. 

  Y allí aparece Cristo como el Buen Pastor que llama a las ovejas por su nombre. No podía esperar más, para dar consuelo a ese corazón que Le necesitaba. Así llamó a María, y así ella Le conoció: a través de ese amor que supera lo que ve, porque sabe lo que cree. Y fue ese preciso instante en el que el Espíritu inundó su alma y conoció la voz de su Señor, cuando el Maestro en su resurrección, la hizo apóstol. Porque quiso que fuera testigo ante los demás, de lo que había contemplado. Que avisara a los suyos, de la verdad de los acontecimientos; porque todos aquellos que conformaban junto a ella la Iglesia, eran ahora sus hermanos. Esa ha sido la Gloria de la Resurrección: que hemos muerto en la naturaleza humana de Jesús, para resucitar a la vida divina, recibiendo el don de la filiación.


  Pero el texto termina con una petición del Maestro que indica la actitud que debemos tener todos los discípulos de Nuestro Señor, al gozar de su presencia. Es tanto el cariño de esa mujer, que el propio Jesús tiene que pedirle que Le suelte; indicándole que tendrá más ocasiones de verle, antes de su ascensión a los cielos. Y así nos quiere el Maestro a cada uno de nosotros; locos por “sujetar” su Cuerpo sacramental, recibiéndole cada día en la Eucaristía. Ojalá no encontráramos el momento de irnos de su lado y lo reviviéramos toda la jornada, a través de comuniones espirituales. Ojalá buscáramos sin descanso al Hijo de Dios en nuestro interior. ¡Ojala, ojalá!