9 de julio de 2015

¡No nos es desconocido!

Evangelio según San Mateo 10,7-15. 


Jesús dijo a sus apóstoles:
Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca.
Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente."
No lleven encima oro ni plata, ni monedas,
ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento.
Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, busquen a alguna persona respetable y permanezcan en su casa hasta el momento de partir.
Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella.
Si esa casa lo merece, que la paz descienda sobre ella; pero si es indigna, que esa paz vuelva a ustedes.
Y si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de sus pies.
Les aseguro que, en el día del Juicio, Sodoma y Gomorra serán tratadas menos rigurosamente que esa ciudad. 

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de san Mateo, que es una continuación del que meditamos ayer, como Jesús indica a los Apóstoles –la Iglesia- que la misión a la que los envía, es la misma que la suya. Porque ellos están llamados a expandir la Redención por el mundo, acercando los hombres a Cristo, que es la Salvación. Por eso todos los cristianos debemos mirar, escuchar, estudiar, reflexionar, interiorizar y tomar ejemplo de cada palabra, gesto, momento y situación, vividos por el Maestro. Ya que todos nosotros –como lo estuvieron ellos- nos hemos comprometido en  las aguas del Bautismo, a propagar esa Nueva Alianza que Jesús ha hecho en su Sangre, con todo el género humano.

  A propagar esa Revelación, por la que abrimos la luz de la Verdad, donde todo cobra sentido. Y es que el Señor nos insta, no a comunicar, sino a difundir su mensaje y su Persona. Porque hacerlo así, es hacerlo llegar a todos los lugares y en todas direcciones; sin hacer acepción de personas y sin evitar ocasiones que pueden parecernos complicadas. Porque todos nosotros, como aquellos primeros, recibimos la fuerza del Espíritu Santo, que pone las palabras y la oportunidad en nuestra boca. Cristo nos envía, pero nos sigue a poca distancia, contemplando nuestros logros y sosteniéndonos en nuestros fracasos. Y nos dice que lo mejor de ser, y sentirse hijos de Dios, es que nunca estamos solos; porque Él forma parte de cada minuto de nuestro existir.

  En esta segunda parte del texto, Jesús nos habla del desprendimiento; pero no tanto de esa actitud externa, sino de esa necesidad interna que es consecuencia de la presteza que necesitamos, ante la urgencia de la misión encomendada. El Señor no quiere que perdamos el tiempo, buscando el amparo de este mundo; calibrando las ganancias y las pérdidas, antes de lanzarnos a cumplir con nuestro cometido, y poniendo en ello nuestra seguridad. Porque cada minuto cuenta, cuando se trata de ofrecérselo a Dios. No sabemos cuánto tiempo nos queda, ni de cuánto disponen aquellos a los que vamos a hablarles de Nuestro Señor; sin embargo sabemos que el resto de nuestra vida, es el espacio que tenemos para elegir el gozo o el dolor que vamos a merecer, en toda la eternidad. Por eso somos, en parte, responsables de todas aquellas almas que el Maestro ha puesto a nuestro lado, para que les abramos la puerta de la fe; después entrar, es cosa de ellos.

  Cristo nos habla de su Providencia; que es el sostén y la alegría de todos los bautizados. Y digo de los bautizados, porque muchas veces el resto de los hombres desconocen el amor de Dios y, por ello, no alcanzan a disfrutarlo. Saber que  nuestros días están bajo la protección de Aquel que es el Dueño y Señor de la Vida, otorga al alma humana un sentimiento de paz y alegría. Y fijaros que no hablo de estar exentos de problemas o dificultades, sino de estar convencidos que si Nuestro Padre las permite, siempre será para alcanzar un bien mayor. Por eso no nos agobiamos, no nos desesperamos, sino que nos ocupamos poniendo todos los medios humanos que están a nuestro alcance –los talentos- y el resto lo dejamos a la excelsa voluntad de Dios. Porque como tantas veces nos dirá el Maestro, en el Evangelio, la preocupación no añade ni un palmo a nuestra estatura; sino que nos quita la tranquilidad y es una tentación que parte de la desconfianza, que siembra el diablo en nuestro interior.


  Jesús recuerda a los que le escuchan, que alcanzar la paz conlleva escuchar y participar de su Iglesia. Porque son los Apóstoles –y en el tiempo sus sucesores- los que nos acercan los Sacramentos, que son el camino seguro del encuentro con el Señor. En ellos recuperamos la Vida perdida; somos lavados de nuestros pecados y alimentados con el Cuerpo de Cristo. Allí sabemos que está el puerto seguro, el faro que ilumina la oscuridad de la noche del alma, donde todos podemos regresar tras los terribles temporales que conlleva la propia existencia. Jesús nos espera en el Sagrario, para darnos la paz, que es el mayor bien que puede alcanzar el hombre: el equilibrio, la tranquilidad y el sosiego interior, del que ha descubierto lo que hay aquí y, sobre todo, lo que hay allí, en el más allá…en ese lugar que, para nosotros los cristianos, ya no nos es desconocido.