31 de julio de 2015

¡No hay trabajo humilde, si se hace por Dios!

Evangelio según San Mateo 13,54-58. 


Al llegar a su pueblo, se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal manera que todos estaban maravillados. "¿De dónde le viene, decían, esta sabiduría y ese poder de hacer milagros?
¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos, Santiago, José, Simón y Judas?
¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?".
Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. Entonces les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia".
Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, observamos como el Señor se presentó ante sus vecinos de Nazaret, a sabiendas de lo que se iba a encontrar. Conocía a lo que se exponía, al enseñar ante todas aquellas gentes que, más que prestas a escucharle, lo estaban a juzgarle; a no admitir –ni tan siquiera valorar- su realidad divina, porque creían conocer su realidad humana. Y, sin embargo, nada detuvo al Maestro. Había aceptado y asumido la voluntad del Padre como propia, a pesar de todas las consecuencias; y estaba dispuesto a comunicar la salvación, a todas las ovejas dispersas de la casa de Israel.

  El problema era, que la Redención conseguida por Cristo se escondía en la aceptación de su Persona. Y Él había adquirido el compromiso de propagarlo sin miedo a las críticas, sin vergüenzas y con valor, aunque sabía que el corazón de sus oyentes estaba cerrado de antemano. Le dolía que en un futuro no muy lejano, cuando todos ellos tuvieran que presentarse delante del Sumo Hacedor para rendir cuantas de sus actos y sus decisiones, el motivo de su incredulidad fuera culpa de su obcecación, su orgullo y su ignorancia voluntaria ante el hecho de no haber querido conocer el carácter sobrenatural de su misión.

  Jesús, como debemos hacer todos, es el ejemplo perfecto de lo que debe ser un cristiano; y por eso nos anima a no desfallecer ante la incomprensión, la burla y la dificultad que, sin duda, acompañaran nuestro apostolado. Pensar, cuando esto suceda, que si a Él –que era el Hijo de Dios- lo trataron así, que no harán con nosotros que estamos repletos de imperfecciones, limitaciones y tropiezos. Pero Cristo nos anima con su fuerza, y nos descubre qué –a pesar de todo- tenía que dar testimonio de Quién era, allí donde le habían visto crecer. Y, de paso, demostrar al mundo que no siempre lo que parece una certeza a nuestros sentidos, es la Verdad.

  Así, una vez más, el texto nos descubre cómo funcionaban, y funcionan, los milagros: ya que eran la certificación, a los ojos de los hombres que escuchaban, de la autenticidad de la Palabra. Pero jamás fueron el medio –por expreso deseo de Dios- para motivar la fe de sus oyentes. Muy al contrario, era esa fe que había arralado en el corazón de las personas, la que permitía que Jesús trascendiera los hechos, las circunstancias y los momentos, para manifestar su verdadero poder: el poder de Dios. Era creer, lo que abría las puertas de lo sobrenatural; pero jamás la evidencia de lo sobrenatural, sería utilizada por Dios para forzar nuestra voluntad. El Señor quiere que, a ti y a mí, sólo nos mueva el amor.

  Todos aquellos que habían conocido al Señor y habían compartido su vida, no podían estar cerrados a ese plus de realidad que, sin embargo, les hacía decir: “todo lo hizo bien”. Pero Jesús utilizó sus carencias, para enseñarnos la importancia vital de reconocer al Maestro en nuestro día a día, Porque Cristo nos quiere fieles en lo poco, en la cotidianidad, en las circunstancias difíciles del trabajo, la familia y la enfermedad. No es gratuito que el Hijo de Dios viviera una vida como la nuestra, durante treinta años; más bien quiso enseñarnos, con su ejemplo, que la santidad consiste en cumplir fielmente la voluntad del Padre en el lugar donde se nos ha colocado. Porque si estamos ahí, y no allí, es que aquí se nos necesita. Tal vez sin hacer cosas grandes, sin ser recordados y agasajados jamás por aquellos hechos que han marcado épocas y han dado material a la historia; sino por la fidelidad en las cosas pequeñas, humildes y calladas. Yo recuerdo siempre aquellas palabras que repetía un gran santo, cuando recordaba que las batallas las ganan los soldados cansados que no ceden y que luchan hasta el final. Y ellos nunca se llevan la gloria; porque son los héroes anónimos. Pues bien, eso nos pide Nuestro Señor, ese buen hacer que no cae nunca en la rutina, porque aunque siempre parezca lo mismo cada día es distinto, cuando lo vivimos para Dios.

  A Jesús no le conocían sus vecinos por otra cosa, que por ser el “hijo del carpintero” (en otros lugares, se traduce como artesano). Seguramente la familia de Nazaret eran dueños de un pequeñísimo y humilde negocio, donde con sus manos  elevaban el trabajo, convirtiéndolo en algo divino: porque le imprimían el amor y la entrega. Porque cualquier cosa se la dedicaban al Padre y así, sin hacer ruido, nos enseñaron a cada uno de nosotros cómo debe ser nuestro transcurrir por esta tierra. Aceptando el lugar que nos corresponde e inundándolo de un verdadero sentido cristiano. Para unos será la labor sencilla, callada y tenaz; para otros la pública y representativa. Pero todos unidos en una misma finalidad: acercarnos al Señor, ayudar a que se acerquen nuestros hermanos y con nuestra tarea, luchar por hacer un mundo mejor. No te olvides nunca que, como nos demuestra el propio Cristo, no hay trabajo humilde, si se hace por amor a Dios.