Evangelio según San Mateo 11,25-27.
Jesús dijo:
"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar."
"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar."
COMENTARIO:
¡Qué corto este
Evangelio de san Mateo, para lo mucho que nos cuenta! Parece mentira como Jesús,
en tan pocas palabras, puede decirnos tanto. Porque el Señor expresa a los
hombres, en una oración al Padre, que Él es la revelación de Dios que da a
conocer al mundo la Verdad divina.
Cristo descubre
que en el Cielo, la Trinidad Beatísima ha existido siempre, en una unidad de
familia. Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, son una entidad perfecta,
compuesta por tres Personas divinas que conforman un solo Dios verdadero. Y que
ese Hijo, que es el Verbo encarnado de María Santísima, es el único que puede
dar un testimonio perfecto de Dios, porque Él es Dios hecho Hombre, por amor a
los hombres.
La Segunda Persona
de la Trinidad ha asumido la naturaleza humana, para en nombre de cada uno de
nosotros morir en la cruz y resucitar a la Vida eterna. Él ha pagado nuestra
deuda, haciéndose deudor por nosotros; y así recuperar la libertad, que
perdimos por el pecado de origen. Ahora podemos elegir, con nuestros actos, a
donde queremos ir. Quienes queremos ser y a qué familia deseamos pertenecer.
Porque el Padre abre las puertas de la Gloria, a todos los hombres. A todos
aquellos que elijamos –a través de la aguas del Bautismo- acoger en nosotros la
Redención de Jesucristo.
El Señor ha
venido, para dar el auténtico sentido a la Ley. Para poner luz a esos preceptos
divinos, dados por Dios a los suyos como manual de instrucciones. Ya que Aquel que
nos creó, nos conoce a la perfección y no está dispuesto a permitir que nos
destrocemos a nosotros mismos, sin facilitarnos la posibilidad de poder
corregirlo. Por eso evita, con sus mandatos, que perdamos la imagen divina y nos
ceguemos ante el polvo de nuestras miserias, extraviándonos en el camino que
conduce a la Gloria. Ya que ese soplo que Dios puso en el alma de los hombres,
nos confiere las potencias espirituales por las que somos capaces de elevarnos
sobre nuestra naturaleza caída, y elegir lo que nos conviene. No sólo lo que
nos gusta; no sólo lo que nos dicta el propio instinto como si fuéramos
animales, sino que –a través de la Gracia- nos da esa fuerza interior que permite
renunciar a un deseo que nos separa de nuestro verdadero fin, que es alcanzar
la Vida eterna al lado de Dios.
Pero estas
palabras de Jesús, como veis, también son una declaración de quien es Él: el
revelador y la revelación. Porque ahora toda la Escritura se ha hecho Persona
en Cristo; y en Él se han cumplido todas las promesas. Desde Génesis, donde se
nos prometió un Salvador, hasta los patriarcas y los profetas que anunciaron a
Aquel que conformaría un Nuevo Pueblo, donde sus miembros serían como las
estrellas del firmamento: todos tendrían cabida. Esa Iglesia que llama a todos
los hombres, sin distinción de raza, color o posición. Él es el Cordero llevado
al matadero, en un holocausto perfecto al Padre, para la salvación de todos los
hombres.
Por eso en
Cristo todas las palabras son pocas; ya que en su Persona se descubre a Dios,
se descubre al Redentor y el hombre se conoce a sí mismo. En Jesús, Dios se ha
hecho accesible al ser humano, porque ha querido que fuéramos capaces de “verlo”
y comprenderlo, con nuestra inteligencia. Él se ha hecho historia por nosotros,
naciendo en un pesebre, predicando en la montaña, sanando enfermos en los
caminos de Galilea, muriendo en una cruz y resucitando del sepulcro. Él ha
mostrado la marca de sus clavos, para que al contemplar su Gloria, todos
reconozcamos que Jesús de Nazaret, es el Hijo de Dios. Así se une el Cielo y la
Tierra; así lo infinito da paso a la eternidad. De esa manera el Maestro nos
dice que hemos de vencer al miedo, porque a su lado todo es un amoroso
presente.
Pero el texto
nos dice todavía más; indicándonos que esa verdad divina sólo puede ser
reconocida por aquellos que no confían únicamente en su propia sabiduría. Sólo
los humildes, los que aceptan y confían en la Palabra, asumiendo que un
recipiente pequeño no puede contener la inmensidad de Dios, conocerán el don de
la fe que abre el entendimiento. Así, con alegría y paz, llegaremos a la
conclusión de que no es necesario abarcarlo todo, para que todo forme parte de
nosotros. Que debemos entregar nuestro corazón, por amor, y descansar en ese
Amor que merece nuestra confianza. Porque Él es el Camino, la Verdad y la Vida;
y si así lo hacemos, el Señor nos enviará el Paráclito que iluminará nuestro
interior, para poder contemplar la inmensidad de Dios.