9.
EL DOLOR SIN DIOS.
Pero es muy cierto,
y no descubro nada nuevo si os digo que el mundo tiene una tendencia a mostrar
al hombre carente de trascendencia, y por ello pegado a la materia, como única
respuesta posible a su ser; generando una profunda situación de vacío
existencial. Ante esta perspectiva no puede extrañarnos que, igualados en naturaleza
a los animales y desprovistos de sentido sobrenatural ante el sufrimiento
humano, se abra la misma solución para la persona que para la bestia:
“dormirnos” ante la incapacidad de enfrentarnos al dolor con fortaleza y
entereza, seguros de su cometido como medio de redención. Sin olvidar que podemos
responder ante una aflicción, libremente, con todos los medios que consideremos
adecuados para evitar en gran medida el
sufrimiento, siempre que de ello no se deduzca la muerte.
Hemos
olvidado, o han contribuido a que lo olvidemos, que tenemos un alma inmortal
creada a imagen y semejanza de Dios – que es dueño de la vida y la muerte-
cuyas potencias superiores y espirituales nos hacen diferir y trascender a los
animales. Ante esa verdad evidente el Papa Pío XII se preguntaba:
“¿No consiste acaso la eutanasia en una
falsa compasión que alega evitarle al hombre el sufrimiento purificador y
meritorio, no por medio de una ayuda caritativa y loable, sino por medio de la
muerte; como si estuviéramos tratando con un animal irracional provisto de
inmortalidad?”
Esa es la
cuestión de vida que nos jugamos si extrapolamos de las aulas a Cristo; si
privamos a nuestros pequeños de Aquel que da sentido al verdadero sufrimiento y
al propio hombre. Por ello no puede extrañarnos, enfrentarnos a situaciones,
tan diferentes de las que hemos expuesto, como ha sido el reciente caso de
Eluana Englaro, de treinta y siete años, que durante diecisiete ha estado en
coma irreversible mientras su padre, Beppino Englaro, ha luchado judicialmente
durante una década, para poner fin a su vida con el propósito, según él, de
evitarle sufrimientos.
No discutiré
aquí, no es el lugar, los verdaderos motivos que han podido llevar a un padre a
actuar de esta manera, pero objetivamente, como si fuera un animal, se ha
puesto fin a una situación dolorosa. Cierto que los animales necesitan en sus
últimos días que se les trate humanitariamente; pero las personas necesitamos,
en nuestros últimos días que se nos trate humanamente: como seres humanos
dignos de respeto; ofreciéndonos compañía, ánimo y amor, sin desechar todo
aquello –si libremente lo deseamos- que mitigue nuestro dolor. O bien que se
respete que, al final de nuestra vida, deseemos seguir a Cristo hasta la misma
Cruz. Y más cuando no tenemos manera de comunicar nuestros deseos a los demás. ¡Qué
duda cabe que no es fácil entender que el dolor entre en los planes de Dios! El
mismo Cristo intentó, en su suplicio, alejar el cáliz; pero su aceptación libre
y amorosa, fiel a la voluntad divina, supuso su mayor conquista: la muerte en
la Cruz de donde el Padre sacó de la muerte, Vida.
Esa difícil y
a la vez instructiva, la vivencia que manifiesta San Josemaría en “Es Cristo
que pasa” punto 168, página 348:
“Ante
esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una
respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz; Dios que sufre y que muere,
Dios que nos entrega su corazón, que una lanza abrió por amor a todos. Nuestro
Señor abomina de las injusticias y condena al que las comete. Pero como respeta
la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor no
causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque –después del pecado
original- forma parte de la condición humana. Sin embargo su corazón lleno de
amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas:
nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed
de justicia. La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de
consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de este
padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo
ocultar –con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que,
donde está la Cruz, está Cristo, el Amor- que el dolor ha aparecido
frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar. En otras
ocasiones he sentido que crecía mi disgusto ante la injusticia y el mal. Y he paladeado la desazón de ver que no podía
hacer nada; que a pesar de mis deseos y mis esfuerzos, no conseguía mejorar
aquellas inocuas situaciones. Cuando os hablo de dolor no os hablo sólo de
teorías. Ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al
confirmaros que, si –ante la realidad del sufrimiento- sentís alguna vez que
vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario
proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos
a la Cruz. Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se
convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la
vida de Jesús, que voluntariamente experimentó, por Amor a los hombres, toda la
gama del dolor”