12 de julio de 2015

¡El dolor sin Dios!

9. EL DOLOR SIN DIOS.


    Pero es muy cierto, y no descubro nada nuevo si os digo que el mundo tiene una tendencia a mostrar al hombre carente de trascendencia, y por ello pegado a la materia, como única respuesta posible a su ser; generando una profunda situación de vacío existencial. Ante esta perspectiva no puede extrañarnos que, igualados en naturaleza a los animales y desprovistos de sentido sobrenatural ante el sufrimiento humano, se abra la misma solución para la persona que para la bestia: “dormirnos” ante la incapacidad de enfrentarnos al dolor con fortaleza y entereza, seguros de su cometido como medio de redención. Sin olvidar que podemos responder ante una aflicción, libremente, con todos los medios que consideremos adecuados  para evitar en gran medida el sufrimiento, siempre que de ello no se deduzca la muerte.


   Hemos olvidado, o han contribuido a que lo olvidemos, que tenemos un alma inmortal creada a imagen y semejanza de Dios – que es dueño de la vida y la muerte- cuyas potencias superiores y espirituales nos hacen diferir y trascender a los animales. Ante esa verdad evidente el Papa Pío XII se preguntaba:

   “¿No consiste acaso la eutanasia en una falsa compasión que alega evitarle al hombre el sufrimiento purificador y meritorio, no por medio de una ayuda caritativa y loable, sino por medio de la muerte; como si estuviéramos tratando con un animal irracional provisto de inmortalidad?”


   Esa es la cuestión de vida que nos jugamos si extrapolamos de las aulas a Cristo; si privamos a nuestros pequeños de Aquel que da sentido al verdadero sufrimiento y al propio hombre. Por ello no puede extrañarnos, enfrentarnos a situaciones, tan diferentes de las que hemos expuesto, como ha sido el reciente caso de Eluana Englaro, de treinta y siete años, que durante diecisiete ha estado en coma irreversible mientras su padre, Beppino Englaro, ha luchado judicialmente durante una década, para poner fin a su vida con el propósito, según él, de evitarle sufrimientos.


   No discutiré aquí, no es el lugar, los verdaderos motivos que han podido llevar a un padre a actuar de esta manera, pero objetivamente, como si fuera un animal, se ha puesto fin a una situación dolorosa. Cierto que los animales necesitan en sus últimos días que se les trate humanitariamente; pero las personas necesitamos, en nuestros últimos días que se nos trate humanamente: como seres humanos dignos de respeto; ofreciéndonos compañía, ánimo y amor, sin desechar todo aquello –si libremente lo deseamos- que mitigue nuestro dolor. O bien que se respete que, al final de nuestra vida, deseemos seguir a Cristo hasta la misma Cruz. Y más cuando no tenemos manera de comunicar nuestros deseos a los demás. ¡Qué duda cabe que no es fácil entender que el dolor entre en los planes de Dios! El mismo Cristo intentó, en su suplicio, alejar el cáliz; pero su aceptación libre y amorosa, fiel a la voluntad divina, supuso su mayor conquista: la muerte en la Cruz de donde el Padre sacó de la muerte, Vida.

   Esa difícil y a la vez instructiva, la vivencia que manifiesta San Josemaría en “Es Cristo que pasa” punto 168, página 348:

“Ante esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz; Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su corazón, que una lanza abrió por amor a todos. Nuestro Señor abomina de las injusticias y condena al que las comete. Pero como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque –después del pecado original- forma parte de la condición humana. Sin embargo su corazón lleno de amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de justicia. La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de este padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar –con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor- que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar. En otras ocasiones he sentido que crecía mi disgusto ante la injusticia y el mal.  Y he paladeado la desazón de ver que no podía hacer nada; que a pesar de mis deseos y mis esfuerzos, no conseguía mejorar aquellas inocuas situaciones. Cuando os hablo de dolor no os hablo sólo de teorías. Ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros que, si –ante la realidad del sufrimiento- sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz. Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó, por Amor a los hombres, toda la gama del dolor”