6 de julio de 2015

¡El auténtico Bien!

Evangelio según San Mateo 9,18-26. 


Mientras Jesús les estaba diciendo estas cosas, se presentó un alto jefe y, postrándose ante él, le dijo: "Señor, mi hija acaba de morir, pero ven a imponerle tu mano y vivirá".
Jesús se levantó y lo siguió con sus discípulos.
Entonces se le acercó por detrás una mujer que padecía de hemorragias desde hacía doce años, y le tocó los flecos de su manto,
pensando: "Con sólo tocar su manto, quedaré curada".
Jesús se dio vuelta, y al verla, le dijo: "Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado". Y desde ese instante la mujer quedó curada.
Al llegar a la casa del jefe, Jesús vio a los que tocaban música fúnebre y a la gente que gritaba, y dijo:
"Retírense, la niña no está muerta, sino que duerme". Y se reían de él.
Cuando hicieron salir a la gente, él entró, la tomó de la mano, y ella se levantó.
Y esta noticia se divulgó por aquella región. 

COMENTARIO:

  Como meditábamos ayer, durante la lectura del texto de san Marcos, la fe es la pieza clave e indispensable para hacernos dignos de recibir las acciones salvadoras de Nuestro Señor. Y hoy es san Mateo quien nos traslada, con su Evangelio, al lado de Jesús para poder comprobarlo.

  Ante todo, quiero que fijéis vuestra atención en esa mujer enferma: prudente, porque sabe que el mal que padece –flujo de sangre- la hace impura ante los demás. Callada, aunque sus ojos hablan por ella, y buscan al Maestro desde lo más profundo de su corazón. Y sobre todo valiente, porque está convencida que si puede tocar, aunque sólo sea un trozo de Su túnica, alcanzará la Gracia divina y sanará sin duda alguna. No espera llamar Su atención, ni que el Hijo del Hombre se fije en ella.  No quiere molestar y espera pasar inadvertida, mientras se aproxima al que es  objeto de su amor y su veneración. Tan segura está de que surgirán los dones de la salud y la vida,  de la persona de Cristo.

   Y cuando el Maestro nota que alguien se ha acercado a Él -no como muchos, si no con la voluntad rendida y entregada- descubre que de Sí mismo ha salido aquello que –de forma misteriosa- conforma su Ser: las perfecciones divinas. Porque en esa Humanidad Santísima que habla y convive con los hombres, se esconde para ser descubierta, la inmensidad de Dios. Y como bien sabéis, Dios es la salud, la belleza, el orden la bondad…es decir, la plenitud. Por eso aquella mujer, casi sin darse cuenta, ha sido capaz de vencer todos los obstáculos porque en el fondo de su alma ha descubierto la realidad divina de Jesús. Y sabe, sin ningún género de dudas, que para Dios nada hay imposible.

  Ella ha percibido, lo que muchos otros han sido incapaces de advertir; y eso, permitirme que os lo diga, es lo que nos sucede a todos los católicos, cuando nos acercamos al encuentro del Señor, en la Eucaristía Santa. Porque esa, y no otra, es la actitud que hemos de tener al ir al encuentro del Hijo de Dios, que nos espera en forma sacramental. También allí sabemos que está lo que no vemos, porque creemos lo que hemos oído. Como esa enferma a la que nadie detuvo en su deseo de ir a tocar a Jesús, porque tenía fe en la Palabra que le descubría una realidad oculta. Tú y yo, acogemos en nuestras manos, en nuestra lengua y en nuestro interior –si estamos en Gracia- a ese Jesús que caminaba junto a los suyos, por Palestina. A ese Dios hecho Hombre, que espera que abramos nuestra alma en una actitud apasionada, que cree firmemente lo que los ojos no le permiten ver.

  Pero el texto va más allá y nos narra el episodio de un ciudadano importante, que se acercó al Maestro para pedirle un favor; no para él, sino para su hija enferma. Cómo comentábamos ayer, ese hombre es el ejemplo claro de que tener fe no indica ceder a la sugestión, sino descansar en la confianza de un Dios Providente. Ya que no es el jefe de la sinagoga el que por su disposición consigue esa fuerza personal e interna que, para algunos, nos sana a nosotros mismos; sino que pide la salud y la vida, para otro que precisa de su oración. Aquel rabino, socialmente destacado, sabe que nada puede hacer por sí mismo, para salvar al amor de sus amores. Y por eso recurre a Aquel que, a pesar de ser tenido por un farsante por los doctores de la Ley, ha dado testimonio de que es el único ante el que la enfermedad, la naturaleza,los demonios y la propia existencia, sucumben a sus mandatos. A él no le importan los comentarios que ha escuchado, sino la verdad que ha hecho mella en su interior. Por eso tiene la certeza de que se encuentra delante del Hijo de Dios; y, como la enferma de hemorrosía, entiende que todo es posible para el Creador.

  Él, que ha leído la Escritura, conoce que la fe dio su fruto en el vientre de Sara, cuando era un imposible. Dominó las aguas del diluvio, y devolvió la esperanza a los hombres.  Derribó murallas y permitió que se ganaran batallas, que estaban perdidas. Por eso ahora, clama por la vida de su hija, a Aquel que sabe que es el Dueño de la Vida. Y Jesús, como siempre, no le defrauda. Se entrega y da lo que tiene, a aquellos que le han entregado lo que son.


  Hoy, aquí y ahora, Jesús nos pide que hagamos oídos sordos a los que intentan terminar con nuestra fe –ya sean personas, instituciones, teorías o sociedades- porque lo que ocurre es que, en el fondo, les afrenta esa confianza incondicional, que es la causa de nuestra alegría. Y quiere que tengamos la seguridad de que la oración es el camino para alcanzar todo lo que nos proponemos; si lo que nos proponemos es un bien auténtico que contribuye a que alcancemos la Gloria. Ya que no podéis olvidar nunca que la finalidad que mueve el Corazón Sacratísimo de Jesús, es compartir eternamente su amor con nosotros ¡Y ese es, el auténtico Bien!