4 de julio de 2015

¡Dios, por encima de todo!

Evangelio según San Mateo 9,14-17. 


Se acercaron a Jesús los discípulos de Juan y le dijeron: "¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacemos nosotros y los fariseos?".
Jesús les respondió: "¿Acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán.
Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido y la rotura se hace más grande.
Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque los odres revientan, el vino se derrama y los odres se pierden. ¡No, el vino nuevo se pone en odres nuevos, y así ambos se conservan!". 

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de san Mateo, como Jesús aprovecha el momento en el que los discípulos de Juan le recriminan su actitud sobre el ayuno, para darnos una vez más, una lección sobre la rectitud de intención que debe imperar en nuestros actos; y, sobre todo, en aquellos que se dedican a Dios.

  Para entender sus palabras y no llevarse a error, es necesario comprender en profundidad qué ha significado el ayuno, para el pueblo cristiano. Sin olvidar que esa práctica ha sido común y un medio óptimo elegido, tanto en Oriente como en Occidente, para mantener una relación con la divinidad. El ayuno es, para todos los bautizados, una disciplina espiritual que decidimos hacer de forma voluntaria; y por la que renunciamos al consumo, de forma total o sólo en parte, de alimentos en un tiempo definido. Así, siendo dueños de nuestros deseos corporales, le ofrecemos a Dios ese sacrificio libre; abandonando, por su amor, los pesos que nos atan a nosotros mismos y que nos permiten ascender con más facilidad, a su encuentro. Por eso el ayuno que nace del corazón, responde a una conversión cuya intención va más allá del acto en sí; y trasciende el estado del penitente, para estar en comunión con el Señor.

  Por decirlo de una manera más fácil, es como si le entregáramos al Padre lo poco que somos; asegurándole que por su amor seremos capaces de renunciar a nosotros mismos: a nuestras necesidades. Y nos privamos de lo preciso y de lo superfluo, porque nos duele haberle ofendido; y, por ello, mortificamos nuestro cuerpo mientras lloramos con nuestro corazón. Es como si priváramos a los sentidos, por un acto de la voluntad –que es imagen divina en el hombre- de todo tipo de complacencias corporales; ya que el ser humano entrega a Dios, por un acto del querer, aquello que es fruto del instinto. Es reconocer que somos, porque así lo hemos decidido, personas libres que se dan a Dios y le ofrecen la totalidad de una conducta y una moral, apropiada a los preceptos divinos; en la que decidimos poner a Dios, por encima de todas las cosas.

  Hay que recordar que la Escritura está llena de ejemplos que nos cuentan que, tanto el arrepentimiento como la propia oración, ha venido desde siempre acompañada de ayuno y de petición de perdón. Así nos lo han atestiguado muchos profetas: cómo  Esdras, Jonás, Isaías, Joel, o el propio Moisés que ayunó cuarenta días y cuarenta noches en el Monte, rogando para que Dios disculpara a su pueblo y no lo destruyera. Y es que ayunar es rezar con los sentidos; mortificar y pedir con la voluntad, mientras nos ofrecemos en un simbólico holocausto.

  Por eso Jesús, viendo en qué habían convertido algunos israelitas esa práctica de piedad, preñándola de una complicadísima casuística que ahogaba la verdadera piedad, les apunta a la necesidad de recuperar su auténtico sentido y la simplicidad del corazón. Les llama a comprender que Aquel al que se destinan sus súplicas, se encuentra en medio de ellos. Que la actitud que Él toma, es la manifestación de su Divinidad. Por eso Jesús les invita a disfrutar cada minuto, a interiorizar cada palabra, y a gozar de su presencia; ya que el tiempo de su caminar terreno, tiene fecha de caducidad.


  De ninguna manera desea el Maestro suprimir el ayuno, como podían pensar aquellos hombres que no alcanzaban  a descubrir más que la Humanidad del Hijo de Dios. Sin embargo, Jesús les abre la mente a una nueva relación filial con el Padre; a un nuevo modo, basado en el amor, que implica una regeneración total. Regeneración, donde el miedo y la complicación dan paso a la Verdad, la simplicidad y la alegría. Sabe que su mensaje es difícil de acomodar a aquellas mentes que han convertido el trato con el Señor, en un número infinito de prescripciones vaciadas de su profundo sentido. Por eso el Hijo llama a sus hermanos, a reconducir la relación con su Padre. A descubrir su auténtico Ser: Un amor sin medida, que nos busca para que en el encuentro, alcancemos la auténtica y plena Felicidad.