5 de junio de 2015

¿Qué te parece?

Evangelio según San Marcos 12,35-37. 


Jesús se puso a enseñar en el Templo y preguntaba: "¿Cómo pueden decir los escribas que el Mesías es hijo de David?
El mismo David ha dicho, movido por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies.
Si el mismo David lo llama 'Señor', ¿Cómo puede ser hijo suyo?". La multitud escuchaba a Jesús con agrado. 

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de san Marcos, como Jesús no cesa en su empeño de enseñar a los hombres la Verdad divina. Para Él no tiene importancia el lugar, el momento o las circunstancias. Tanto le da que sea la cima de una montaña, la Barca de Pedro o el Templo de Jerusalén. Todos los sitios son adecuados para acercar  a las personas al Padre, y dar luz a su conocimiento.

  Bien hubiera podido querer Dios que, ante el acto de fe, los seres humanos hubiéramos adquirido la sabiduría necesaria para asumir la realidad trinitaria. Pero, sin embargo, cuando la luz de Espíritu Santo nos inunda el alma, se despierta en nosotros el deseo por descubrir y la fuerza para no desfallecer. Dios ha querido revelarse progresivamente a los hombres, y que los hombres –a través de nuestro esfuerzo y nuestra voluntad- vayamos comprendiendo progresivamente el misterio de su identidad, que se manifiesta en Cristo.

  Somos como aquellos niños que, cursando primaria, van a una clase de la Universidad; y, como es muy lógico, no entienden nada. No porque no estén capacitados para estudiar; y ni mucho menos porque lo que les cuentan sea mentira, sino porque les faltan elementos de conocimiento para discernir las ciencias y los problemas que se les plantean; elementos que, si persisten y no se desaniman, adquirirán con el tiempo y con la maduración intelectual. Pues bien, en las cosas de Dios ocurre lo mismo. Muchas veces no entender algo, no quiere decir que no sea verdad; sino que hemos de interiorizarlo más y formarnos mejor. Por eso Jesús no cesa en su empeño de descubrir el verdadero sentido de la Escritura; y de manifestar, a los que escuchan, que todos aquellos que Le han aceptado como el Mesías prometido, el Hijo de David o el enviado del Señor, en realidad no han podido alcanzar y entender, la inmensidad de su Persona.

  Porque Él es el Hijo de Dios. Dios de Dios, Luz de Luz, Él es el Señor; y ese título que ya muchos le han dado aquí en la tierra, encierra la identidad con el Padre y designa su divinidad. Sólo hay que recordar como Tomás, cuando cree ante la evidencia de Jesús resucitado y pone el dedo en su llaga, humilla su entendimiento y entrega su voluntad, aceptando a Cristo como Dios hecho Hombre; con una frase, que se ha convertido en una oración en sí misma: “¡Señor mío, y Dios mío!”.

  Por eso les insiste a todos aquellos que le siguen, que abran su corazón y acepten el misterio inefable de que Dios, que es Uno, es en su unidad, Tres Personas divinas. Que ya lo anunciaba Génesis cuando, en el momento de la creación del hombre, el Señor pluraliza con un: “Hagamos al hombre, a nuestra imagen y semejanza”. Que Él,  que es el Verbo, ha sido enviado a encarnarse de María Santísima y se ha hecho Hombre, sin dejar de ser Dios, porque ha asumido libremente el castigo del género humano, para liberarlos del pecado y devolvernos la vida eterna. Que no sólo es el descendiente de David, según la Carne, sino –y como ya anunciaba el Antiguo Testamento- Él es el Señor de David, según el Espíritu.


  Es tan inmenso todo lo que les descubre –y nos descubre- el Maestro, que sólo por el poder del Paráclito, a través de la recepción de su Gracia, podemos alcanzar un ápice de su discernimiento. ¿Qué te parece si empezamos a pedirlo? ¿Qué te parece, si empezamos a valorar la necesidad de conocer para amar, creer y aceptar? ¿Qué te parece, si despertamos al letargo de la comodidad, por el que nos jugamos la eternidad al lado de Dios? ¿Qué te parece?