30 de junio de 2015

¡No hay lugar más seguro!

Evangelio según San Mateo 8,23-27. 


Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron.
De pronto se desató en el mar una tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, Jesús dormía.
Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron, diciéndole: "¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!".
El les respondió: "¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?". Y levantándose, increpó al viento y al mar, y sobrevino una gran calma.
Los hombres se decían entonces, llenos de admiración: "¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, podemos comprobar cómo Jesús se manifiesta como verdadero Hijo de Dios. Ya que, hasta la propia naturaleza lo admite como su Señor y obedece sus mandatos.  En este relato, el escritor sagrado nos transmite de una forma solemne y sobria –que evita todo detalle superfluo- la majestad de Jesús y su respuesta solícita a las inquietudes  de los hombres. Ya que quiere mostrar al mundo que lo lee y que lo escucha, que en la Persona y en la obra de Cristo, se cumple todo el Antiguo Testamento: que nos encontramos ante el Mesías prometido, del que hablaban las Escrituras.

  Ahí está el Maestro, de pie a la proa de la Barca, increpando a los vientos y a las aguas, para devolver la paz y la tranquilidad a las almas que creían perecer. Ahí están los Apóstoles, que le han visto con asiduidad expulsar a los diablos, sanar enfermedades y devolver la vida a los que ya habían muerto. Y, sin embargo, ante las dificultades que embisten la nave de la vida que los transporta hasta la otra orilla, se sienten desfallecer. Dudan, temen, vuelven a preguntarse si Aquel que duerme puede librarles de un peligro que parece inminente. Ninguno confía en la Providencia divina, que se manifiesta de forma Personal, en el Nazareno.

  Tienen que despertarle; comprobar que su poca fe no viene motivada porque el Señor no les haya dado muestras de su poder, sino porque ellos albergan una naturaleza herida por el pecado, que no les permite apreciar la auténtica realidad de su Maestro: que se encuentran delante del Señor de la vida y de la muerte. Que están en presencia del Verbo encarnado; y ante Él, toda la creación se somete, porque todo fue hecho a su imagen y para su Gloria. Ese es el motivo de que cuando Jesús domina la tempestad, sigan preguntándose los que le acompañan: ¿Quién es éste?

  Solamente la luz del Espíritu logrará que cada uno de los que conforman la Barca de Pedro, alcance la plenitud del conocimiento y pueda descubrir –sin género de dudas- que en la Humanidad de Cristo se esconde la Divinidad de Dios. Por eso, cuando tú y yo veamos resquebrajarse nuestra fe ante el dolor, la soledad o la muerte, hemos de recurrir a la Gracia de los Sacramentos; porque, aunque no nos lo parezca, es cuando más la necesitamos. Ya que, en ellos, el Padre nos envía al Paráclito para que sepamos apreciar la misericordia, el amor y el significado de cada suceso –bueno y malo- que padecemos y gozamos en esta vida. Y así apreciaremos que ninguno de nosotros camina solo, porque Cristo –el Hijo de Dios- nos sostiene, nos cuida y nos protege.

  Él no duerme; sólo espera que descansemos en su fuerza y seamos humildes para asumir, que hay muchas circunstancias que se escapan a nuestro control. Quiere que confiemos en su Palabra; porque todo está dicho y no hay nada nuevo. Y Cristo nos ha asegurado que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos. Que nos abrirá, cuando le llamemos. Por eso necesitamos imperiosamente del Espíritu Santo, para percibir y encontrar en cada circunstancia de la vida, la mano firme y segura del Maestro que nos insta a no tener miedo.


  Pero el texto presenta una segunda lectura, ya que todo el Evangelio de san Marcos es considerado como “el evangelio eclesiástico”. Y su razón no es que fuera el más usado en la Iglesia antigua, sino que en él aparece constantemente la Iglesia, como una realidad palpable que se percibe en el trasfondo de su narración. Así podemos admirar como el hagiógrafo hace un paralelismo entre la Barca y la Iglesia; donde Jesús ha subido en ella y sus discípulos le han seguido para poder alcanzar, sanos y salvos, la otra orilla. Allí, navegando, sufre los embistes del mal; y parece muchas veces que va a perecer. Sin embargo Jesús recuerda a los suyos, que es la poca fe –la de todos los que La conformamos- la que engendra el temor en nuestros corazones. Porque el Señor siempre está en Ella; y no hay lugar más seguro para alcanzar la salvación. Somos nosotros los que adormecemos nuestra confianza, y olvidamos que con el Hijo de Dios en la Nave, nada hay que temer.