Evangelio según San Mateo 8,1-4.
Cuando Jesús bajó de la montaña, lo siguió una gran
multitud.
Entonces un leproso fue a postrarse ante él y le dijo: "Señor, si quieres, puedes purificarme".
Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Lo quiero, queda purificado". Y al instante quedó purificado de su lepra.
Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio".
Entonces un leproso fue a postrarse ante él y le dijo: "Señor, si quieres, puedes purificarme".
Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Lo quiero, queda purificado". Y al instante quedó purificado de su lepra.
Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio".
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Mateo podemos observar ante todo, como a Jesús le seguía una
gran multitud. Multitud que después, cuando se requiera su presencia ante
Pilatos para pedir la libertad del Señor, será manipulada por los miembros del
Sanedrín o, simplemente, se quedará cómodamente en su casa, para no
comprometerse. Todos ellos, que gozaron de los milagros y disfrutaron de la
Palabra, serán incoherentes con su compromiso y terminarán formando parte –por
eludir su deber- de la crucifixión del Señor.
Pero ahora contemplamos
cómo la gente le seguía sorprendida y admirada; por eso, por su popularidad y
su mensaje, le temían los doctores de la Ley. Sin embargo, y a pesar de todo,
Jesús seguía fielmente lo que la Ley mandaba; simplemente priorizaba el amor –que
era donde descansaban los preceptos de Dios- y la iluminaba, corrigiendo su
interpretación equivocada, para que pudieran comprender su verdadero sentido.
Y vemos cómo de
entre aquella gente surgió un leproso que, lleno de fe, se postró ante el Hijo
de Dios para que le librara de la enfermedad. Su presencia en medio del gentío,
se puede considerar un acto de coraje, confianza y esperanza ante la seguridad
de que vale la pena arriesgarse a todo, para ir al encuentro del Único que puede
salvarle. Y es que el hombre sabía a lo que se exponía, al contravenir los mandatos
que se recogían en el Levítico, sobre el comportamiento que debían seguir:
“El enfermo de lepra llevará los vestidos rasgados, el
cabello desgreñado, cubierta la barba; y al pasar gritará: “¡impuro, impuro!”.
Durante el tiempo que esté enfermo de lepra, es impuro. Habitará fuera del
campamento, pues es impuro”. (Lv. 13. 45-46)
Pero también ha escuchado en su interior esa voz que
clama por ir al encuentro de Jesús y, arrepentido de sus faltas, pedir que le
limpie el alma y el cuerpo. Está convencido, porque ha oído las maravillas que
explicaban del Maestro, que se encuentra ante la presencia del Mesías. Y lo
sabe, aunque todavía no es consciente de ello, porque el Espíritu ha iluminado
su corazón y él no Le ha puesto ningún impedimento. Por eso, estirado ante Esa Persona
que tan bien conoce por las Escrituras, le pide al Señor que, si es su
voluntad, le cure. Aquel hombre, que parece indigno a los ojos de los demás,
condiciona su salud al querer de Dios; porque espera y confía en su amor y su
misericordia. Sabe, que si es para bien, Jesús no se negará a devolvérsela.
Y como bien
sabéis –y como ocurre siempre que la persona presenta una fe rendida- el Hijo de
Dios quiso; y la lepra abandonó el cuerpo del enfermo. ¡Qué lección tan grande
para todos nosotros! Para todos aquellos que recurrimos constantemente al favor
de Cristo, cómo si tuviéramos el derecho de ser correspondidos. Una vez más se
demuestra que al Señor, le mueve la humildad de un corazón contrito. Pero
además Jesús nos enseña al acercarse al leproso, que nunca hay que hacer
acepción de personas. Que no debemos despreciar a nadie que, a pesar de la vida
oscura y complicada que haya tenido, esté dispuesto a cambiar y a recibir el
mensaje de Cristo. Porque si nosotros no tenemos manchas y heridas en el alma,
sólo es por la Gracia de Dios que nos ha regalado los Sacramentos. Ningún mérito
merecemos, salvo el de recurrir a la misericordia del perdón en la Penitencia
cuando cometemos una falta, recuperando la salud interior. Pues bien, ese debe
ser un apostolado que debe ocupar parte de nuestra vida: acercar a Jesús, en la
confesión, a todos aquellos que sufren el dolor que causa el desorden moral; y
que es fruto del pecado. Porque sólo ante la presencia divina, el ser humano
recupera el vigor, la paz y la alegría.
Finaliza el
párrafo con una orden del Maestro, que denota el respeto que tenía por lo
establecido en la Ley; ya que una vez curado el leproso, le indica que cumpla
con el rito que para ello había ordenado Moisés, y que se recoge en el libro
del Levítico. Allí está prescrito que el sacerdote de testimonio de la curación;
y tras ofrecer unos presentes a Dios –de una manera precisa- sea declarado por
él, puro. Jesús le ha devuelto la salud, pero quiere que el hombre siga la
liturgia establecida para la ocasión, porque es el medio escogido por Dios –que
tan bien nos conoce- para ser readmitidos a la vida de la comunidad.
Lo mismo ocurre
con nosotros, pero trascendido por el sacrificio redentor de Cristo. El Señor
perdona nuestros pecados –y sólo Él puede perdonarlos- a través del Sacramento de
la Penitencia. Donde el sacerdote es el medio elegido para transmitir la Gracia
divina, y declararnos limpios de nuestras faltas; manifestando que podemos
gozar del Banquete Eucarístico, como miembros de la Iglesia. Por eso tú y yo,
no sólo hemos de tener ansia y necesidad de ponernos en la presencia divina –a través
de la presencia sacerdotal- para decirle a Jesús que nos limpie; sino que debemos acercar a los demás –sobre
todo a los que más queremos- al tesoro inmenso de la misericordia de Dios.
No hagas caso
de aquellos servidores de Satanás que intentan confundirte, como han hecho
siempre, menospreciando y desvalorizando el verdadero sentido de la confesión
sacramental; alegando que ellos no se confiesan con hombres. Recuerda que aquel
leproso intuía la divinidad de Cristo, pero sólo apreciaba su Humanidad. Porque
el Padre siempre nos exige el acto de fe, que descansa en la confianza de su Palabra.
Y el Maestro fue muy claro, ante la potestad conferida a sus apóstoles para
toda la vida de la Iglesia. La evidencia no existe, ni es necesaria para el que
cree; por eso, haz oídos sordos a las insidias del enemigo y ¡No desperdicies
esa Gracia!