6 de junio de 2015

¡Eucaristía!

17. EUCARISTÍA.


   Así observamos que en la raíz de todos los sufrimientos de este mundo, se esconde el mismo sufrimiento redentor de Cristo: triunfante en la Cruz, y respuesta definitiva al sentido del dolor humano, que se renueva cada día en nuestros alteres. Al decir que Cristo nos ha salvado, entendemos que nos ha librado del dolor definitivo y nos ha introducido en su vida, que es eterna.  Pero esa entrega del Hijo por amor al mundo, es la Eucaristía: renovación incruenta del sacrificio del Calvario, donde se consuma nuestra salvación. Por eso el sacrificio eucarístico es el único remedio definitivo para el dolor humano. En la Eucaristía recibimos la vida: al mismo Jesucristo; haciéndonos otros Cristos y recibiendo la Gracia de Dios en nuestra condición de hijos en el Hijo, y con ella la seguridad de ser amados por el Padre, que nunca permitirá que seamos probados en al altar del sacrificio, por encima de nuestras fuerzas.

Nos lo recuerda Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Redemptor Hominis”, punto 20, página 82:

“Este es el centro y el vértice de toda la vida sacramental, por medio de la cual cada cristiano recibe la fuerza salvífica de la Redención, empezando por el misterio del Bautismo, en el que somos sumergidos en la muerte de Cristo, para ser partícipes de su Resurrección como enseña el Apóstol. A la luz de esta doctrina, resulta aún más clara la razón por la que toda la vida sacramental de la Iglesia y de cada cristiano alcanza su vértice y su plenitud precisamente en la Eucaristía.”


   Gozando de los sacramentos, el cristiano pierde el miedo a sufrir, porque sabe que con Dios a su lado nada puede ser insufrible y se sabe depositario de la vocación libre de extender, con su dolor, el Reino de Dios ; convirtiendo su sufrimiento en gozo esperanzado. Pero ese sentido del sufrimiento que se eleva en el acto de oblación unido al misterio de Jesucristo en la experiencia de la Cruz, superando en amor a la propia aceptación del misterio, exige el desarrollo de todas las potencias del ser humano, que se entrega, en un acto libre voluntario, configurándose, por la gracia, en el mismo Cristo.

Nos lo recuerda Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Redemptor Hominis”, punto 20b, página 83:

“La Eucaristía es el Sacramento en que se expresa más cabalmente nuestro nuevo ser, en el que Cristo mismo, incesantemente y siempre de una manera nueva, «certifica» en el Espíritu Santo a nuestro espíritu que cada uno de nosotros, como partícipe del misterio de la Redención, tiene acceso a los frutos de la filial reconciliación con Dios, que Él mismo había realizado y siempre realiza entre nosotros mediante el ministerio de la Iglesia.”


18. CON CRISTO, TODO. SIN ÉL, NADA:


   Esa configuración, que es la intencionalidad del hombre, hacia el sentido y el amor que se esconden en la Cruz, comienzan, como hemos comprobado anteriormente, por una enseñanza plena de sentido sobrenatural; donde el hombre se descubre, con una dimensión espiritual ante el Dios que lo ha creado por amor –como don gratuito- en comunión con sus padres.


   Así, a través de la pedagogía divina íntimamente entrelazada con la pedagogía humana, el hombre descubre su propia espiritualidad, su libertad  y su responsabilidad frente a la existencia, que lo capacitarán para aprender, valorar, entender, y entregar su propio sufrimiento en la tarea de la corredención. Y, a través de una educación en virtudes, que temple e ilumine el propio ser del hombre, éste conseguirá elevar el sentido del sufrimiento, a la luz de la fe, hasta su máxima expresión; dándose, en renuncia de sí mismo, y uniéndose en el amor redentor de Jesucristo.


   Pero sólo el que ha vivido inmerso en la vida de Cristo, a través de sus sacramentos, es capaz de valorar la riqueza de su mensaje cuando éste le exige compartir una existencia cargada de sufrimientos y tribulación. Y no sólo vivirla, sino asumirla con la paz y  alegría del convencimiento de hallarse en la mejor situación.



   Ante esta afirmación he querido exponer aquí algunos ejemplos de testimonios vividos; ya que, como hemos repetido muchas veces en educación: “un ejemplo vale más que mil palabras”; sobre todo si éste es la manifestación de la coherencia cristiana, vivida en el día a día, de la tribulación personal.