7 de junio de 2015

¡Espabila!

Evangelio según San Marcos 14,12-16.22-26. 


El primer día de la fiesta de los panes Ácimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: "¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?".
El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: "Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo,
y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: '¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?'.
El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario".
Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen, esto es mi Cuerpo".
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella.
Y les dijo: "Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos.
Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios".
Después del canto de los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Marcos, podemos apreciar ante todo cómo el Maestro sabe, y es consciente, de todo lo que va a suceder. A Él es al único, a pesar de que lo ha repetido muchísimo a los suyos para que estén preparados, al que la Pasión no va a cogerle por sorpresa. Ya que sabe perfectamente, y mide sus pasos y los tiempos, que ha llegado el momento de instituir la Eucaristía.

  Quiere que sea en un lugar preciso y de una manera determinada, porque esa noche en la cena pascual, toda la historia del Pueblo de Israel, alcanzará su verdadero sentido al renovarse esa Nueva Alianza con todos los hombres, anunciada ya por Jeremías. Cristo desvelará que esa muerte violenta que va a sufrir, no es fruto de la casualidad, sino del cumplimiento de los designios divinos. Ha llegado el momento en el que el Hijo, sin violentar la libertad de aquellos que le van a entregar, flagelar y crucificar –por  lo que son responsables de sus acciones- se entregará a la voluntad del Padre, para la salvación de los hombres.

  Pero como la Redención no es un hecho que prive al género humano de elegir, ese sacrificio pascual –en el que el Cordero entregado, quita el pecado del mundo- debe ser asumido y aceptado por cada uno de nosotros. De ahí que, en esta noche santa en la que Jesús instituye el sacrificio incruento en el que hace presente su inmolación en la Cruz, el Señor deja el legado de su salvación a la Iglesia. Por eso en esta breve escena, que es de una intensidad profundísima, se contienen las verdades fundamentales de nuestra fe: Cristo establece el Sacramento, en el que se hace real su Presencia, a través del signo del pan y del vino. Por medio de sus palabras consagratorias, lo que no era más que alimento para el cuerpo, pasa a convertirse en alimento insustituible para el alma.

  Bien sabía Jesús cómo con el tiempo, el diablo iba a intentar relativizar la Verdad, desvirtuando la realidad sacramental; por eso, pontificó sus palabras para que nadie, en su sano juicio, pudiera darle una interpretación de carácter simbólico. Todos los que hemos leído el Evangelio –sin prejuicios creados- sabemos que el Señor habla claro y no esconde sus intenciones: ha preparado a sus discípulos para las dificultades que están por llegar; los ha hecho partícipes de su Gloria, si son fieles a sus designios en los momentos de la tribulación. Les ha transmitido su mensaje con parábolas, desgranándolas en la intimidad, para que las entendieran. Pues bien, ese Jesús –que es el Maestro por excelencia- si hubiera querido hablar en sentido alegórico y metafórico, se lo hubiera comunicado a sus discípulos. Sin embargo, no admite explicaciones que oscurezcan el misterio de su presencia real en la Eucaristía: que es la Carne de nuestro Salvador, que padeció por nuestros pecados; y que el Padre resucitó para devolvernos la vida eterna, al unirnos en y con Él en la intimidad del Sacramento. Por eso Jesús nos advertirá que, el que no coma su Carne ni beba su Sangre, no podrá alcanzar la Gloria.

  Ya san Juan, en su Evangelio, nos transmite esas palabras del Señor para que no nos quede ninguna duda, ni permitamos que nos la creen:”El Pan que yo os daré, es mi propia Carne” (Jn 6,51). Ese capítulo, que tan bien complementa al que hoy estamos contemplando, y en el que el Maestro reveló a los que le escuchaban que para salvarse era necesario comer  su Carne, fue la causa de que muchos de sus discípulos le abandonaran aterrados, pensando que les hablaba de antropofagia. Sin embargo el Señor no lo matizó, ni lo interpretó de otra manera, hablándoles de símiles. Porque quería que cuando llegara ese momento crucial, en el que se entregaría a los suyos en un para siempre, quedara muy claro que el sacrificio eucarístico de la Santa Misa, hacía presente el sacrificio cruento del Calvario. Y que ese Cuerpo, que fue dado por nosotros –como víctima y sacerdote eterno- era el alimento de la salvación para todos los hombres, de todos los tiempos.

  Sé que cuesta admitir con nuestra razón, un hecho tan trascendental. Pero sólo a través del Espíritu Santo, podemos apreciar, aceptar y asumir, la magnificencia de Dios que se humilla hasta el extremo, por amor. Ese pan, sin cambiar su apariencia, transforma su substancia y se convierte, substancialmente, en la Carne del Señor. Nada raro, sin embargo, si nos percatamos de la lógica divina; ya que, el Verbo de Dios, sin perder su naturaleza divina, asumió la naturaleza humana y se hizo Hombre. Todos aquellos que estaban a su lado, percibían su Humanidad y, a través de la fe, aceptaban su Divinidad. Pero no fue fácil, para los primeros cristianos, advertir en la Humanidad Santísima de Cristo, la inmensidad de Dios. Sólo fueron capaces de apreciar toda la grandeza del misterio, cuando el Paráclito iluminó su razón y fortaleció sus corazones.


  Por eso ante la Eucaristía, hemos de humillar los sentidos y, aceptando la Palabra, entregar la voluntad a Dios; orando sin descanso. Creer, no por lo que vemos, sino por lo que oímos. Y oímos al Señor en la Escritura, que nos da la seguridad en la fe que salvaguarda la Iglesia; y la confianza en su Persona, que nos espera en los Sacramentos. Ya ves lo que te pierdes cuando no vas a participar del Banquete eucarístico, No es ninguna milonga, ni una tontería, ni tan siquiera una apreciación personal, es la historia que nos habla a través de aquellos que la han participado y nos desvelan el secreto, para alcanzar la salvación; y, por ello, la vida eterna. No cedas, por ignorancia, a la duda y el descrédito que siempre siembra Satanás, a través de sus secuaces. ¡Espabila!