19 de junio de 2015

¡El Sujeto de nuestros anhelos!

Evangelio según San Mateo 6,19-23. 


Jesús dijo a sus discípulos:
No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban.
Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben.
Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón.
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado.
Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá! 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, podemos comprobar cómo Jesús conoce bien la naturaleza humana. Sabe que, cualquiera de nosotros anhela ese “tesoro” que le dará  tranquilidad; ya que todos tenemos la inseguridad de no saber, de no poder o de no alcanzar, aquello que perdimos: la Felicidad. Nos parece que si conseguimos adquirir ese bien determinado-que para cada uno es distinto- ya estaremos protegidos en esta vida; y, encima, gozaremos del bienestar y de la prosperidad: para unos será el dinero, para otros el reconocimiento social y, para unos pocos, el poder. Pero en realidad, todos queremos disfrutar de esas pertenencias que tranquilizan a nuestro corazón, ante la duda futura de nuestra existencia.

  Sin embargo, no nos damos cuenta de que todo esto que hemos mencionado es, precisamente, lo que no puede otorgarnos ni la paz, ni la estabilidad. Ya que el simple hecho de pensar que podemos perderlo en cualquier momento, nos inquieta y nos preocupa. Como bien nos recuerda el Maestro en el texto, el desasosiego de cavilar que puede abrirse y desquebrajarse el suelo que pisamos, y caer al vacío, no nos permite caminar por él recreándonos en nuestros pasos. Por eso el Maestro nos insta a confiar solamente en la Providencia; ya que sólo Dios permanece inmutable en el tiempo, a nuestro lado: ayer, hoy y mañana. Él nos sujeta firmemente, y tiende un puente –la Iglesia- que une para siempre, el Cielo con la tierra. Él es el único bien permanente que, ni un mal negocio, ni una pérdida de trabajo, ni un error personal, nos pueden hacer perder. Él es el que nos creó, y no se sorprende ante nuestra pobre realidad; El que nos acompañó en el Éxodo; El que vino a buscarnos, cuando estábamos perdidos. Él fue el que respondió por nosotros y pagó con su vida, nuestro rescate. Y Él es el que nos estará esperando, cuando ya nadie pueda acompañarnos, en la soledad de la muerte.

  Sólo nos pide que, para asegurarnos de que ese último viaje nos conduce al destino adecuado, tengamos en orden nuestro pasaporte; evitando los sellos superfluos y rellenándolo de los precisos, para alcanzar la Gloria: las buenas obras. Por eso san Juan nos recuerda que, en la frontera donde lo perecedero cederá su importancia a lo eterno, seremos juzgados por Dios en el amor que hemos sido capaces de repartir entre nuestros hermanos. No se nos preguntará por nuestro patrimonio, sino por todo lo bueno que hemos hecho con él. Por esa rectitud de intención, que debe ser la brújula que guie nuestros actos. Y como bien sabéis, el Norte de la vida de los hombres, es el Señor.

  Se nos interrogará sobre el desapego que hemos tenido a todo lo perecedero, aunque lo hayamos disfrutado; porque hacerlo no es malo, sino aferrarse a ello y desearlo como el fin de nuestra vida. Se nos preguntará por aquellos valores cristianos, que han debido ser las columnas que han sostenido nuestros proyectos: la generosidad, la justicia, la caridad, la esperanza…tantas y tantas virtudes que conforman un mundo mejor; y que deben ser testimonio para los demás, de la presencia divina en nuestro interior. Ese y no otro, tiene que ser el anhelo íntimo del alma, que clama la posesión de Dios a través de los Sacramentos. Esa y no otra, debe ser la búsqueda que guía nuestros pasos al encuentro del Reino de Dios.


  Vemos en el texto, como el Señor –con esa enseñanza sapiencial que es sublime- nos hace un paralelismo entre el ojo, como lámpara que ilumina el cuerpo (al ser el primer lugar por donde se percibe la realidad y se adquiere el conocimiento) y esa intencionalidad que guía nuestras acciones. Porque si la intención es buena, sana y pronta a cumplir la voluntad de Dios, nuestros actos serán los propios de un cristiano, que sólo busca contentar –por amor-a su Señor. Pero si nuestra naturaleza ha cedido a la tentación y está enferma de egoísmo, hedonismo y concupiscencia, cada uno de nosotros será, en realidad, servidor del diablo. Por eso hemos de luchar por ser luz; por ser como esas polillas que revolotean sin cansancio, alrededor de la claridad. Hemos de ser miembros de la Iglesia, que tienen hambre de Eucaristía. Porque allí se encuentra el Sujeto de nuestros anhelos, deseos y aspiraciones…¡Allí está Dios!