4 de junio de 2015

¡Aunque te duela!

Evangelio según San Marcos 12,28-34. 


Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: "¿Cuál es el primero de los mandamientos?".
Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor;
y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos".
El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él,
y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios".
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas. 

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de san Marcos, como Jesús no hace acepción de personas, sino de corazones malvados. En este episodio, es un escriba el que se dirige al Señor, para hacerle una pregunta. Hemos visto en textos anteriores cómo fariseos, saduceos y herodianos, se acercaban al Maestro para ponerlo en un aprieto. Y cómo el Hijo de Dios, que conocía su interior, respondía a sus cuestiones malintencionadas, con cuestiones que se respondían a sí mismas, enfrentándolos a su verdadera intención, con otra pregunta cargada de sentido.

  Sin embargo, esa actitud leal y noble que surge del alma del escriba, hace que Nuestro Señor responda de una forma muy distinta a la que lo ha hecho con sus predecesores. Y es que ese hombre no busca perderle, sino encontrarle; por eso le requiere para profundizar en su fe. Ha vislumbrado en la Humanidad que se manifiesta a los hombres, la Divinidad latente y escondida, que espera el momento de su manifestación. Tal vez ha escuchado al Maestro con anterioridad y ha sido capaz de percibir lo que otros no han conseguido observar, al cerrar sus ojos voluntariamente a la realidad; y es que El Señor descubre la Verdad divina en su Palabra. Y Jesús, que efectivamente ha descubierto una inquietud buena y sana en aquel que le consulta, se entretiene en instruirle porque sabe que será capaz de reconocer la profundidad de la respuesta; y que como siempre ocurre al hacerlo, se abrirá a nuevas cuestiones que no terminarán hasta que acepte a Cristo en su corazón, como el Mesías.

  Hemos de hacer un inciso y meditar en profundidad esta contestación que da Jesús, sobre el primer y más importante de todos los preceptos; porque de ella depende la construcción de nuestra vida: Dios es, y debe ser siempre, lo más importante para nosotros; porque todo está en función de su amor. No hay otro Señor al que tengamos que adorar y al que seguir. Nada hay que pueda ser ese pilar, en el que se sostenemos el edificio de nuestro existir. No debemos poner nuestra seguridad en el dinero, ni en otra persona, ni en las posesiones que tenemos, ni en el trabajo, ni en la posición social, ya que todo eso –aunque en el momento que lo disfrutamos no nos lo parezca- es temporal y perecedero. No hay nada que se pierda con más prontitud que el dinero y el trabajo, y al hacerlo desaparecen las posesiones y la posición social y, tristemente, muchas de las personas en las que habíamos puesto nuestro cariño. No podemos cuidarnos como si nuestro cuerpo fuera la única y principal pertenencia que disfrutamos, mientras descuidamos el alma. Ya que, mal que nos pese –y sin que podamos evitarlo- mañana nuestra carne será pasto de gusanos, o será consumida por el fuego.

  El Evangelio nos insiste en que Dios es nuestro Bien más preciado: Él es Eterno, Bueno y Misericordioso. El Único Inmutable, que siempre está para nosotros. El Único que ha sido capaz de enviar a su Hijo a la muerte, para recuperarnos en su amor y devolvernos al gozo eterno, para el que nos ha creado. Él es el que sigue esperando, cuando todos se han ido. El que no se rinde, cuando ya nos hemos rendido. El que nos sostiene y nos levanta, porque no está dispuesto a que abandonemos el camino. Por eso nos pide que le reconozcamos como lo que Es: nuestro Creador, nuestro Padre y nuestro Salvador. Y si de verdad lo conocemos y lo aceptamos como tal, Él pasará a ser el centro de nuestra vida: el Principio y el Fin.


  Por eso el ser humano, debe adorar a Dios en la totalidad del ser: en cuerpo y espíritu. Es decir, no con los labios y con frases hechas; sino venciéndose a sí mismo y demostrando con sus actos que acepta al Señor en su interior, cueste lo que cueste. ¡Aunque le duela el hacerlo! Y si esto es así, evidentemente seremos capaces de apreciar la imagen divina en los demás, que pasarán de ser un “que” a un “quién”; de un “algo” a un “alguien”. Porque en Cristo nos hacemos uno con nuestros hermanos y, por ello, nos duelen como una parte íntima y personal. De ahí que, casi por sentido común, no se pueda amar al Padre sin querer a sus hijos. En ellos Lo vemos reflejado, aún cuando ellos han olvidado, descuidado y disfrazado,  la semejanza divina.