27 de junio de 2015

¡Ahora somos libres!

Evangelio según San Mateo 8,5-17. 


Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión, rogándole":
"Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente".
Jesús le dijo: "Yo mismo iré a curarlo".
Pero el centurión respondió: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará.
Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: 'Ve', él va, y a otro: 'Ven', él viene; y cuando digo a mi sirviente: 'Tienes que hacer esto', él lo hace".
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: "Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe.
Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos".
en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes".
Y Jesús dijo al centurión: "Ve, y que suceda como has creído". Y el sirviente se curó en ese mismo momento.
Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, encontró a la suegra de este en cama con fiebre.
Le tocó la mano y se le pasó la fiebre. Ella se levantó y se puso a servirlo.
Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y él, con su palabra, expulsó a los espíritus y curó a todos los que estaban enfermos,
para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: El tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio, san Mateo nos transmite tres milagros de Jesús que son de gran interés para nosotros. Y lo son, porque podemos extraer de ellos una importantísima enseñanza para nuestra vida espiritual. El primero que nos presenta, es la curación del Siervo del Centurión. Y para entenderlo bien, hemos de conocer la antigua tradición judía extraída de una errónea interpretación de la Ley, por la que si un judío entraba en casa de un gentil, quedaba impuro. Aquel soldado romano, conocía bien las costumbres del pueblo que habían sometido y, a pesar de querer con todas sus fuerzas que el Maestro se acercara a la cama del enfermo para sanarlo, comprendió que pedirle eso, era ponerle en un aprieto. Pero él, que era un hombre inteligente, había razonado con mucho sentido común que, igual que las órdenes que daba eran aceptadas por sus subordinados, no por su poder sino por el poder del César al que representaba, Jesús actuaba en esta tierra por el poder de su Padre. Y si no hay nadie más poderoso que Dios, que es eterno, omnipotente y misericordioso, sólo con que el Hijo lo desee, el milagro se realizará.

  Como veis, Jesús quedo sorprendido ante un acto de fe tan grande, tan profundo, que en su propio argumento encerraba el reconocimiento de Su mesianidad. Aquel hombre, que nada tenía que ver con el Pueblo de Israel, había asumido en sus palabras la revelación de toda la Escritura; mientras que los escribas, saduceos y fariseos habían dado la espalda a la realidad divina de Nuestro Señor. Por eso el Maestro aprovechó ese momento, no sólo para sanar al enfermo, sino para anunciar que el Evangelio estaría abierto a todos los hombres; y que todos los hombres, sin distinción de sexo, raza o condición, recibirán la llamada para formar parte del Reino de Dios.

  Podemos pararnos unos segundos y reflexionar sobre esa fe incondicional y entregada, que nos pide Jesús. Y nos la pide, porque a diferencia del Centurión que fue a su encuentro, Él ha salido al nuestro. Nos ha llamado por nuestros nombres; nos ha dado una misión y la ha sellado con la Alianza, en las aguas del Bautismo. Por eso a ti y a mí, nos exige que ante las dificultades de la vida, nunca pongamos en duda su amor y su misericordia. Que descansemos en su Providencia. Que le digamos desde el fondo del alma, que si Él quiere, puede. Y que estamos seguros que querrá, si es lo que nos conviene.

  La Iglesia en su Liturgia, nos pide que profesemos ese acto de humildad profundo que realizó el romano, delante de Jesús. Y que reconozcamos, ante su Presencia, la total e inmensa potestad de Dios sobre todas las cosas. Por eso, ante Jesucristo –real y substancial en la Eucaristía Santa- toda rodilla debe doblarse para rendirle respeto y obediencia. Sin embargo, parece que hoy en día con nuestros gestos, desvalorizamos la importancia de lo que sucede ante nuestros ojos. Y no olvidéis que oramos y amamos con todo el cuerpo –materia y espíritu- de ahí que nuestra forma de responder, actuar y comportarnos, sea un claro ejemplo de lo que siente nuestro corazón.

  Pero ¿cómo vamos a dar testimonio de que en la Sagrada Forma está Dios, si con nuestra actitud no mostramos ningún respeto? Simplemente para ir a comer a un restaurante de una cierta categoría, intentamos arreglarnos y vestir adecuadamente. Y ni tan siquiera nos dejan entrar en una discoteca de prestigio, si no vamos vestidos y calzados acordes con la ocasión. Sin embargo, ante Dios nos permitimos ir como si fuéramos a hacer una tabla de gimnasia, o a pasar un día de picnic al lado de la playa. Hemos confundido la confianza, con una falta total de respeto; que es la consideración que debemos a otro, por su altísima dignidad. Pues bien, ante ti y ante mí, en la máxima humillación por amor que se haya visto jamás en toda la historia de la humanidad, está el Rey de Reyes; dispuesto, en un trozo de pan, a penetrar en nuestro interior para hacerse uno con nosotros y transmitirnos su Gracia. Si me apuráis, no sólo deberíamos doblar la rodilla, sino que cómo hacen los orientales, deberíamos rendir sumisión postrando ante Él todo nuestro cuerpo. Porque no hay nadie que merezca en esta tierra más adoración, que Jesús Sacramentado.

  Sigue el texto con un segundo milagro, al sanar el Señor de fiebre a la suegra de Pedro. Pero aquí la enseñanza que quiere transmitirnos es distinta; porque más que parar ante el milagro, subraya la consecuencia que se deriva de éste: la respuesta de la mujer. La anciana, en cuanto se encontró bien, se puso a servir al Maestro y a los que le acompañaban. Cuántas veces Jesús, a través del Sacramento del Perdón, ha devuelto la salud a nuestra alma. Y lo único que espera es que le ayudemos en sus necesidades. Porque el Señor ha querido necesitarnos, para transmitir la salvación –como Iglesia- a todos los hombres. Que ayudemos al prójimo a recuperar su dignidad y, juntos, se la ofrezcamos a nuestros hermanos. Porque ese es el Amor con mayúsculas: el que goza con el gozo del amado.


  Y termina el párrafo, dándonos a entender a través de la profecía de Isaías, que el verdadero sentido de los milagros es revelar al mundo la naturaleza divina de Jesús. Porque sus curaciones fueron el signo inequívoco de que había llegado el Reino de Dios; y que el diablo había sido vencido, librando Cristo al género humano de la esclavitud eterna del pecado y de la muerte. ¡Ahora podemos decidir! ¡Ahora somos libres! Y esa libertad no nos la ha dado ningún hombre con sus mentiras y sus sofismos; sino el Hijo de Dios que la ganó en la Cruz, muriendo y resucitando por nosotros.