5 de mayo de 2015

¡Vale la pena!

Evangelio según San Juan 14,27-31a. 


Jesús dijo a sus discípulos:
«Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡ No se inquieten ni teman !
Me han oído decir: 'Me voy y volveré a ustedes'. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.
Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí,
pero es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado.»

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan comienza con una frase, que es el lema con el que Jesús preside y anuncia todas sus  apariciones: “Les dejo la paz…”; ya que la paz de Cristo es consecuencia de la fe y del amor a su Persona. Es imposible estar en guerra, cuando no tenemos nada como propio. Cuando la humildad anida en nuestro corazón, y es la medida que utilizamos para valorar a los demás. Cuando el perdón es la prioridad de nuestra vida, y la justicia es la consecuencia de la responsabilidad que tenemos con Dios, de cuidar a nuestros hermanos. Porque la justicia cristiana, excede como tal a lo que le corresponde; y aprende a dar, dándose. Por eso todos aquellos que sentados a los pies del Señor hemos escuchado la Escritura, y hemos participado de su presencia a través del alimento eucarístico, no podemos actuar como si su doctrina sólo fueran unas palabras sin sentido, o una lista de preceptos. El propio Maestro ha puesto Su sello en nuestra alma, y hemos de responder con nuestros actos; con los hechos que dan testimonio de lo que creemos, y que conforman nuestro existir: Jesucristo.

  El Señor nos ha enviado su Espíritu, para que nos reconciliemos con los demás al reconciliarnos con Dios; porque en cada uno de nosotros está la imagen del Padre que nos insta a buscarla, olvidando la mancha con la que el pecado la ensombreció. Pero la paz de Dios, no lo olvidemos nunca, es aquella que surge de la lucha que libramos contra nosotros mismos. Contra los bajos instintos que, fruto de la zarpa de Satanás, intentan arrastrarnos hacia abajo y quebrar el verdadero sentido de la fuerza de la virtud, que nos eleva y trasciende.

  Nadie hay más libre, que el que gana la batalla a su propio “yo” y convierte su bienestar en un proyecto para un mejor “nosotros”. Estamos atados con los demás, por el amor a Cristo; y, por ello, nuestra felicidad –aunque no nos lo parezca- depende totalmente de la felicidad de los que nos rodean. Esa es la causa –el olvido de nuestro prójimo- que provoca en las personas tanta desazón, tanto dolor y tanto desequilibrio. Tenemos tanto miedo a perder las baratijas perecederas que hemos acumulado, que hemos construido una existencia carente de sentido; olvidando que los bienes están en función de hacerlos producir, para compartirlos y ayudar a construir un mundo mejor.

   Esos, y no otros, son los medios que nos conducen al lado de Dios; y nada da mayor satisfacción, que contribuir a la felicidad de nuestros hermanos. Pero para poder llegar a eso, tenemos las mociones que el Espíritu Santo imprime, por el Bautismo, en nuestro interior. Sólo recurriendo al auxilio del Paráclito, seremos capaces de vencer nuestro egoísmo y superando las tentaciones, ser fieles discípulos y portadores de la paz de Dios. No hay otra manera de propagar al mundo los beneficios divinos, que hacernos apóstoles de Cristo y, junto a Él, expandir su Palabra con nuestra vida y nuestro ejemplo. La alegría cristiana, que surge de la esperanza del que confía en la Providencia, es la bandera más grande y visible que llama a nuestros hermanos a seguir al Señor.


  Este comentario que Jesús hace a los suyos –y que tal vez pueda llevarnos a confusión- de que el Padre es mayor que Él, como bien sabéis –porque El Hijo se ha identificado en innumerables ocasiones con el Padre, en su esencia y su poder- es porque el Maestro considera, en su discurso, su naturaleza humana. Jesucristo es igual al Padre en su naturaleza divina, pero menos que el Padre en su Humanidad Santísima. Así cuando sobrevengan los terribles momentos de la Pasión y la Muerte, los discípulos podrán entender que es en la naturaleza humana asumida, donde el Hijo de Dios padece por amor al género humano. Y que serán esos momentos, que antecederán a la Gloria de su Resurrección, donde el diablo –aparentemente- habrá obtenido la victoria sobre Nuestro Señor. Es por eso, que el Maestro quiere que entendamos los planes de Dios y que, a la luz del Espíritu, no nos escandalicemos; haciéndolos nuestros. No sólo cuando todo esté claro y nos parezca bien, sino cuando reine la oscuridad que el demonio ha sembrado, y no sea fácil continuar los pasos de Jesús. Es entonces cuando, con más intensidad, hemos de aguzar el oído para poder escuchar su Palabra, que nos devuelve la paz, al dar a todo su sentido: a lo bueno y a lo malo; a lo de ayer, a lo de hoy y a lo de mañana. Porque Él es lo único que, de verdad, vale la pena.