28 de mayo de 2015

No seas tonto ¡abre los ojos a Dios!

Evangelio según San Marcos 10,46-52. 


Después llegaron a Jericó. Cuando Jesús salía de allí, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo -Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino.
Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!".
Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: "¡Hijo de David, ten piedad de mí!".
Jesús se detuvo y dijo: "Llámenlo". Entonces llamaron al ciego y le dijeron: "¡Animo, levántate! El te llama".
Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él.
Jesús le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?". El le respondió: "Maestro, que yo pueda ver".
Jesús le dijo: "Vete, tu fe te ha salvado". En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino. 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos, está plagado de esos detalles que nos pueden ayudar a comprender e interiorizar las palabras y las situaciones, con las que Jesús ha querido hacernos llegar su enseñanza a través de los escritores sagrados. Ante todo observamos como el discípulo de Pedro, nos describe quién era ese tal Bartimeo; hijo de Timoteo de Jericó y ciego de nacimiento. Y lo hace –como lo hará con muchos personajes, lugares y circunstancias- para que nos quede claro que, a pesar de que la Escritura no es un tratado de historia, toda la revelación de Dios puede datarse y situarse en la historia. Porque el Nuevo Testamento, del que aquí meditamos un texto, no es un tratado de filosofía, ni una leyenda donde extraemos una moraleja final, sino la vida de Jesús de Nazaret, que descubre como Hijo de Dios la realidad divina a los hombres; y, con su sacrificio, nos confiere –si queremos- la salvación.

  Pero como el Maestro nos llama a la fe y no a la evidencia, nos transmite la actitud que tiene Bartimeo –con un sentido teológico- ante su imposibilidad de ver. Cuántos de nosotros cerramos los ojos del alma y nos negamos a observar las maravillas que nos rodean; porque estamos cargados de prejuicios y henchidos de soberbia. Cuantos evitamos contemplar esa causalidad, que tira por tierra cualquier casualidad absurda, por muy científica que sea. Cuantos hacemos caso omiso de ese orden que disfrutamos en el cosmos, esa matemática perfecta, en la que una mínima variación puede conducir al mundo a un caos irreparable. Cuantos nos acostumbramos a la  belleza de un atardecer, que dibuja colores increíbles en el cielo;  y que es el fruto de la paleta del Pintor más magistral.

  Si no entornáramos los párpados a la luz del Espíritu, podríamos contemplar la Verdad que se esconde en cada palabra transmitida por aquellos que, inspirados por Dios, dieron su vida para que pudiéramos conocerla. Lo que ocurre en realidad, es que a diferencia de otros libros, el Libro Sagrado nos compromete. Ya que a través de él, el propio Cristo nos llama a unirnos a su Persona, mediante los Sacramentos que nos ha dejado en su Iglesia. Pero este acuerdo personal y a la vez bilateral, que requiere de nuestra entrega –libre y voluntaria- al Maestro, es también el encuentro con una felicidad que comienza aquí en la tierra –a pesar de las dificultades- y continúa en la eternidad del Cielo.

  Bien claro lo tenía Bartimeo, que estaba cansado de no poder contemplar las maravillas de Dios. Y en cuanto supo que pasaba cerca de él el Rabbí que muchos consideraban el Mesías prometido, comenzó una oración simple, pero profunda. Clamó al Señor con fuerza, y lo hizo porque no dudó de su Persona. Sabía, aunque no sabía porque lo sabía, que si Cristo quería, le ayudaría. En su alma había arralado la semilla de esperanza, que el Espíritu Santo en algún momento había plantado. De nada les sirvió a aquellos que le rodeaban, sus intentos por hacerlo callar; porque en cuanto uno se decide a seguir al Maestro, el Paráclito le da la fuerza necesaria, para no desfallecer.

  Sin embargo es importante que tomemos nota de esa actitud, que es un denominador común en todas las épocas, momentos y circunstancias: Cuando uno decide vencer sus debilidades, arrepentirse de sus errores y levantarse de sus caídas para seguir a Jesús, siempre se encontrará cerca de él a aquellos servidores del diablo, que nos quieren mantener en el error y la ceguera. Pero es justamente la conducta de Bartimeo, la que tiene que ser un ejemplo para todos nosotros, cuando nos encontremos en esa tesitura. Él intensifica la oración, clama más fuerte y no se rinde; desprendiéndose de lo que tiene –su manto-  que en ese momento le estorba para acercarse al Señor. Su fe, no sólo la manifiesta en el hecho de pedir, sino en la necesidad de buscar la cercanía divina.


  Tú y yo sabemos, porque Cristo así nos lo ha manifestado, que nos espera realmente en los Sacramentos de la Iglesia. Que está en medio de nosotros, en el Tabernáculo del Sagrario de nuestros Templos. Que nos aguarda, en el interior de nuestra alma en Gracia. Que nos requiere para que nos unamos a Él, en el total conocimiento de la Palabra. Porque no es gratuito que el Señor nos La dejara, en el testimonio escrito de los suyos. Necesitamos a Jesús en nuestra vida, si queremos gozar de este mundo que Dios ha creado; y nada, si está a nuestro lado, puede privarnos de conseguirlo. Gritemos en nuestro interior al Hijo, ofreciendo nuestra oración al Padre, por la mediación del Espíritu; manifestando a la Trinidad, con nuestra vida. Desprendámonos de lo que nos separa de Él, y acerquémonos a recibirlo en el don sagrado de la Eucaristía. Nadie, en su sano juicio, permanecería ciego, si pudiera recobrar la vista. Por favor, no seas tonto y aunque requiera un esfuerzo ¡abre los ojos a Dios!