Evangelio según San Juan 15,1-8.
Jesús dijo a sus discípulos:
«Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador.
El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía.
Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié.
Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí.
Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer.
Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde.
Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán.
La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.»
«Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador.
El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía.
Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié.
Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí.
Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer.
Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde.
Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán.
La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.»
COMENTARIO:
Como vemos en este Evangelio de san Juan, el
Señor vuelve a hacer un paralelismo entre su Persona y las imágenes que
anunciaban, en el Antiguo Testamento, la llegada de la salvación. Quería
descubrir, a los que escuchaban, que en aquel momento y en aquel lugar se
estaban cumpliendo las promesas dadas a los patriarcas, sobre el Mesías de
Israel. Por eso Jesús trae a colación la figura de la viña, de la que tanto
hablaron los Salmos o de la que se sirvió Isaías, para predecir las actitudes y
las infidelidades del pueblo judío; así como el nacimiento de ese Nuevo Pueblo
de Dios:
“Voy
a cantar a mi amado
La
canción de mi amigo a su viña:
Mi
amado tenía una viña
En
una loma fértil.
La
cercó con una zanja y la limpió de piedras,
La
plantó de cepas selectas,
Construyó
en medio una torre,
Y excavó
un lagar.
Esperó
a que dieran uvas,
Pero
dio agrazones.
Ahora
habitantes de Jerusalén
Y hombres
de Judá: juzgad entre mi viña y yo.
¿Qué
más puedo hacer por mi viña
Que
no hiciera?
¿Porqué
esperaba que diera uvas
Y dio
agrazones?
Pues
ahora os daré a conocer
Lo
que voy a hacer con mi viña:
Arrancaré
su seto
Para
que sirva de leña;
Derribaré
su cerca
Para
que la pisoteen;
Le
haré un erial,
No
la podarán ni la labrarán
Crecerán
cardos y zarzas,
Y mandaré
a las nubes que no descarguen
Lluvia
en ella (Is 5, 1-7)
El Señor les recuerda que todo lo que se ha
dicho en el poema, ahora toma forma. Porque esta viña, que era cuidada para que
en ella se diera la Cepa de la Vida, ha sido podada; y todo aquello que no ha
dado frutos, ha sido arrojado al fuego del infierno. Y en su lugar, cómo bien
anunció Dios a los suyos, se injertarán unos nuevos sarmientos que crecerán y
harán de la viña, el Nuevo Pueblo de Dios –la Iglesia-. Pero esa Iglesia, no es
sólo una institución humana –con todo lo bueno y lo malo que podemos aportar
aquellos que la conformamos- sino que es el Cuerpo de Cristo, en el que cada
uno de los bautizados –sus miembros- es introducido a la vida divina.
Hemos sido implantados en el Señor y, como
nuevos esquejes, recibimos su sabia –la Gracia- que fluye por nuestro interior
y nos da la Vida eterna. Pero Jesús nos insiste en que es indispensable, para
poder dar buenos frutos, estar permanentemente unido a Él; y compartir los Sacramentos
que nos dejó, para que no sucumbiéramos a las plagas que nos minan y nos corroen
el alma. No podemos volver a fallar al Señor y, como aquellos que dieron
agrazones en vez de uvas, traicionarlo con una libertad mal entendida,
desoyendo su mensaje y menospreciando su sacrificio. En Él y por Él, hemos sido
regenerados; y se nos ha dado la luz y la fuerza del Espíritu, para que
perseveremos y seamos fieles a sus Mandatos. Porque eso es lo que debe
diferenciar a ese Nuevo Pueblo de Dios, que Cristo ha fundado en su Persona:
que todas nuestras obras están guiadas y fundadas por el amor y la fidelidad a
la Palabra dada.
El Maestro nos descubre en el texto, una
realidad que, muchas veces, nos cuesta de entender: “que a los que dan frutos
los poda, para que den más todavía”. Jesús permite que pasemos por situaciones
difíciles y dolorosas, porque es en ellas cuando cada uno de nosotros se
ratifica en su fe, o bien reniega de ella. El sufrimiento es una prueba
magistral para reafirmar nuestras creencias, descansando en la Providencia. Son
esos momentos y esas circunstancias, que no dejan indiferente a nadie; y que,
al mostrarnos nuestra fragilidad y pequeñez, despiertan en nosotros la humildad
que asume y acepta o, por el contrario, la soberbia que se enfada y se rebela.
Si esto llega y tenéis que pasar la dura prueba, volver vuestros ojos a la Cruz
de Cristo y contemplar al Amor de los amores cosido a un madero, por nosotros. Demos
frutos y aceptemos que en esa alegría cristiana, que se vive en la tribulación
asumida por amor, esté implícito el mejor apostolado que nos pide el Señor: ese
que no surge de un discurso aprendido, sino de una fe vivida, que actúa y
acepta los planes de Dios.
Perdonar si me extiendo un poco, pero no
quiero dejar pasar la oportunidad de comentaros unas palabras que un día
escuché a un sacerdote santo. Se dirigía a nuestros hijos, que comenzaban a
caminar solos por estos caminos de la tierra; y les recordó que eran como esas
hojas que, unidas a un gran árbol centenario, ven pasar la vida. Verdes y
frondosas, forman una copa majestuosa que alberga en su interior -y da
seguridad- a un sinfín de pájaros. Pero les previno sobre esa brisa que,
moviéndolas con suavidad, les susurrará a su paso: “suéltate de esa rama que te
tiene prisionera y no te deja ver el mundo; escapa y mécete entre mis brazos,
porque yo te conduciré a ver paisajes que ni sospechas que existen”. Y aquellas
hojitas que, ignorantes e inocentes, confiaron en las sibilinas palabras que
tan bien sonaban, y se soltaron de la rama que les daba la sabia, al cabo de
nada estaban secas y muertas en el suelo; porque habían perdido lo que les daba
la vida: su árbol.
A nosotros nos puede pasar lo mismo, porque
no hay edad que nos libre de caer en la tentación que tan bien teje el diablo.
Por eso Cristo nos ha unido a Sí mismo, a través de los Sacramentos; y en Él
recibimos la Gracia, que nos infunde la fuerza y nos vivifica el alma.
Soltarnos y pecar, no equivale a ser libres; sino que, muy al contrario, nos
esclaviza a nuestras pasiones y nos hace morir a la Gloria divina. Podemos
soltarnos ¡ya lo creo! Pero si somos
capaces de analizar la situación con inteligencia y sin prejuicios,
comprenderemos que no hay otro lugar mejor para vivir y morir, que en la
Iglesia de Cristo.