Evangelio según San Juan 15,18-21.
Jesús dijo a sus discípulos:
«Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí.
Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia.
Acuérdense de lo que les dije: el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes; si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la de ustedes.
Pero los tratarán así a causa de mi Nombre, porque no conocen al que me envió.»
«Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí.
Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia.
Acuérdense de lo que les dije: el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes; si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la de ustedes.
Pero los tratarán así a causa de mi Nombre, porque no conocen al que me envió.»
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Juan, Jesús nos indica una realidad que debe fundamentar
nuestra vida de cristianos: que para todos aquellos que hemos conocido la
Verdad de Cristo, el pecado no es una opción, ni una posibilidad, sino el
motivo de lucha que debe impulsar nuestra vida; la gasolina que debe mover
nuestro motor. Podemos ponerle gasoil, pero todos sabéis lo que ocurre, cuando
a nuestro vehículo le introducimos el carburante que no corresponde: que se
estropea, se para y debemos acudir al mecánico para subsanar el error.
Esa necesidad
de ser fieles, evidentemente, no quiere decir que no caigamos en la tentación;
sino que conocer nuestra naturaleza herida nos tiene que servir, para vivir con
humildad y prepararnos al lado del Maestro. Ya que sólo con la recepción del Espíritu,
podremos batallar para evitarlo. Es vital que la actitud de nuestra alma, sea
fortalecer las murallas de nuestra fe; y lo conseguiremos trabajando las
virtudes, que “plantarán cara” a las hordas enemigas. Sabe bien el diablo como
tiene que hacerlo, para que nos rindamos a sus seducciones; ya que solamente
tenéis que recordar cómo susurró al oído de Eva aquellas palabras,
aparentemente insignificantes, que sirvieron para sembrar la duda en su
corazón, y despertar su orgullo y su soberbia. El Hijo de Dios nos avisa,
constantemente, sobre la necesidad de reafirmar nuestro conocimiento, con su
Palabra; y nuestra seguridad, con la recepción de los Sacramentos. No ha
fundado su Iglesia –y se ha quedado en Ella- porque sí; sino porque sabía que
era necesaria e imprescindible, para que alcanzáramos la salvación.
Ese mensaje, que ahora pronuncia el Señor a
los discípulos que se encuentran a su lado, es intemporal. Porque a lo largo de
la historia, y hasta su fin, los cristianos seremos perseguidos por manifestar
nuestra naturaleza como hijos de Dios. Quiere Jesús que todos comprendan, ante
el escándalo que va a representar la cruz y donde a muchos les parecerá que el
Señor ha sido vencido, que esa es la demostración más clara que ha podido dar
con los hechos –no sólo de su amor- sino de la realidad y las consecuencias del
pecado. Por eso entre los seguidores de la Luz y de aquellos que han decidido
vivir en las tinieblas, nunca podrá existir la posibilidad de un acuerdo.
Yo pongo el
ejemplo de aquellas personas que, en los albores de la humanidad, vivían en la
más profunda oscuridad de las cuevas; y cuando salieron al exterior y los rayos
del sol les bañaron el rostro, sintiendo en sus ojos el dolor, prefirieron
mantenerlos cerrados y regresar a la oscuridad de su negrura. Sin admitir que
otros, más valientes, abrieran sus párpados poco a poco y, resistiéndose al
sufrimiento temporal que les causaba el resplandor, descubrieran la belleza que la claridad les permitía
contemplar y gozar. Aquellos cobardes, que no estaban dispuestos a tolerar el
valor de sus congéneres, intentaron imponer –como norma habitual- vivir en el
interior y evitar el exterior, argumentando que así se evitaban muchos
problemas y dolores.
Pues con la fe
ocurre lo mismo; somos incómodos para aquellos que niegan a Jesús. Ya que, en
el fondo, saben que rechazar a Cristo es rechazar la Verdad de Dios. Lo que
ocurre es que vivir la Verdad, complica la existencia y nos exige una respuesta
que cambia los parámetros de nuestra vida. Un cristiano coherente abre la luz
con su mensaje y con sus obras, a la objetividad del Evangelio. Ya que, si lo
interiorizas, comprenderás que la transmisión escrita de la experiencia
apostólica, no es un invento personal de
unos iluminados; ni una “milonga” que concibieron unos cuantos para su propio
interés. No; la Escritura es la revelación de Dios al hombre, a través de la
Encarnación de su Hijo, Jesucristo. Y por comunicar al mundo su experiencia
personal, aquellos primeros –y muchos de los que han continuado fieles a la fe-
han dado su vida; testimoniando, con valor, que el Señor había resucitado y
que, en Él, se cumplían todas las promesas.
Ahora, sus
preceptos no son ya una sugerencia a discutir, sino el medio seguro para
alcanzar la Redención. Pero no olvidéis que, la vida que nos pide el Maestro,
es una afrenta para todos los que mantienen que la mentira y la oscuridad, es
el modo natural e ideal de subsistir. Y, como ha ocurrido siempre, intentarán
con todas sus fuerzas silenciar nuestras gargantas. En unos lugares lo harán
mediante la persecución, el dolor y la muerte; y en otros, que se consideran más
civilizados, coartando nuestros derechos, imposibilitando que cumplamos con
nuestros deberes, y ridiculizando nuestras creencias desde los medios de
comunicación, que mantenemos con nuestro dinero. Todo ello, lógicamente, con un
muy organizado ataque a las instituciones religiosas, que nos representan.
Cuando eso
ocurra; cuando nos toque de cerca y debamos padecer la calumnia y la
humillación –por amor a Cristo- recordar que el Maestro ya nos había avisado.
Él es la primicia, el modelo que debemos seguir; y ya veis que al Señor, lo
cosieron al madero. Aunque no os lo parezca ¡somos muchos! Y nos necesitamos
como Iglesia, para resistir el embiste del enemigo. Participemos de la oración
comunitaria y personal; de la recepción eucarística; de la penitencia…alimentémonos
de la Palabra, que ilumina, refuerza y nos conduce, junto al Paráclito, a la
Gloria de Dios ¡No hay otra manera!