17 de mayo de 2015

¡No estás solo!

Evangelio según San Marcos 16,15-20. 


Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación."
El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban. 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos, comienza con unas palabras que son la clave y el verdadero sentido de la misión apostólica del cristiano. Cualquier bautizado, que sea coherente con su fe, debe manifestar al mundo su creencia y dar a conocer a Jesucristo, que nos descubre el camino que conduce a la salvación: Él mismo. Y más, cuando aquellos que nos rodean están presentes de forma especial en nuestro corazón. Ya que, para todos los que pensamos que no hay nada mejor que dar a conocer al Maestro para alcanzar la verdadera felicidad, un signo indiscutible del amor que profesamos a los demás, es hacerles partícipes de la realidad -tanto histórica como teológica- de Jesús de Nazaret.

  Hemos de clamar sin descanso, que esta vida no tiene razón de ser, sino se vive al lado de Dios. Y nadie, absolutamente nadie, puede prohibirnos llevar a cabo esta misión. Antes bien, aquellos que ejercen el poder como miembros de un estado, y que por ello deben luchar por el bien y la libertad de sus conciudadanos, deben ayudar a que las personas se realicen en su totalidad; es decir, que deben facilitar  que los cristianos puedan cumplir su tarea apostólica, que no es un deseo, sino una realidad que forma parte de su ser único y personal. Ya que transmitir la verdad del Evangelio, es un mandato directo que ha hecho el Hijo de Dios, a sus discípulos. Y eso no debería resultar nada extraño, cuando con nuestro dinero se está ayudando a otros colectivos a reivindicar sus derechos –que los tienen-; pero sin detrimento de los nuestros, ni argumentos populistas que no tienen ningún sentido, ante la indefensión de nuestra justa razón.

  Si os fijáis, nos dice Jesús que anunciemos la Buena Nueva a toda la creación, es decir, sin omitir a nadie por vergüenza, miedo o condición. Porque para el Señor no hay acepción de personas, sino que todos están llamados a alcanzar su salvación. Y nosotros somos el medio –muy imperfecto- si respondemos a su llamada; porque Él nos ha elegido para hacerlo. Un medio que se trasciende y se crece, cuando recibe la Gracia de Nuestro Señor. Por eso la humildad no debe confundirse con el miedo; ya que lo podremos todo, si descansamos en Aquel que nos sostiene.

  Jesús es muy claro, al señalar sus condiciones para alcanzar la Gloria. No quiere que hayan dudas, porque es mucho lo que nos jugamos: la vida eterna. Y por eso, habla “sin medias tintas” y no admite opiniones; ya que trata de realidades que han sido manifestadas por el propio Dios y reveladas por Él, para que el género humano pueda cumplirlas sin dilación. Necesitamos la Gracia del Bautismo para limpiar nuestro pecado y alcanzar la vida divina en nosotros. Sólo así, con la inhabitación  de la Trinidad en nuestro interior, seremos capaces de participar de las promesas y, con nuestra libertad –manifestadas con las obras-, hacernos merecedores del Cielo.

  Al recibir el sacramento bautismal, nos hacemos miembros de ese Nuevo Pueblo de Dios –la Iglesia- que camina por la tierra, a la espera de alcanzar la Gloria prometida. Por el misterio de la Redención, alcanzada por el Señor en la Cruz, nosotros recibimos “el pasaporte” que nos hace –y nos acredita- hijos de Dios en Cristo; y, por ello, coherederos de sus beneficios. Pero es que el Bautismo todavía va más allá y graba en nuestra alma –como a fuego- la señal que nos distingue como miembros de la familia cristiana. ¡Es tan grande! ¡Es tan inmenso lo que somos! Porque ese regalo divino confiere al ser humano su máxima dignidad, sea cual sea su condición. Hemos sido amados hasta el extremo y, por ello, recuperados por el propio Dios, para formar parte de sus promesas. Y Dios no puede mentir, porque es la Verdad que ha venido a este mundo, para darse a conocer en su Hijo, Jesucristo.

  Nos habla san Marcos de todos aquellos prodigios que serán capaces de hacer, los que han aceptado la misión encomendada por el propio Jesús a los suyos. Y que él tan bien conoce, porque lo ha podido apreciar en la persona de Pedro, de quien ha sido discípulo. Sabe bien de lo que habla, porque sus ojos lo han podido contemplar en la persona del apóstol, que es el Obispo de Roma. Pero fijaos que todos estos prodigios, sólo están para hacer el bien y servir a los demás; ya que ninguno de aquellos que fue escogido por el Maestro, lo utilizará para salvarse a sí mismo. Todos padecerán por amor y por ser fieles a la Palabra, a la que no están dispuestos a renunciar. Cristo les ha llamado –y nos llama- a servir a los demás como Iglesia. A servir, como medio de conocimiento para sembrar en el corazón de los hombres, la semilla divina. Regarla, cuidarla y hacerla crecer, debe ser una actitud personal y una opción libre de cada uno.


  Nos dice el texto que el Señor subió a los Cielos, a ocupar el lugar que le correspondía al lado de Dios. Pero que, a pesar de haberse ido, se ha quedado con ellos y les ha asistido en su ministerio como Iglesia. Esa realidad, que vive cada uno de sus discípulos, es el cumplimiento de una verdad que el Maestro ha repetido sin descanso: que no tengamos miedo, porque no estamos solos en nuestra decisión. Que Él se ha quedado en sus Sacramentos y, a través de ellos, nos ha enviado su fuerza, su alegría, su esperanza y su salvación. Nos acompaña con su Palabra y nos asiste e ilumina en todo el ministerio que, como Iglesia, nos ha pedido que realicemos para lograr un mundo mejor. ¡No estamos solos! Somos cristianos y, por ello, hijos de Dios.