Evangelio según San
Marcos 16,15-20.
Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo,
anuncien la Buena Noticia a toda la creación."
El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.
El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Marcos, comienza con unas palabras que son la clave y el verdadero
sentido de la misión apostólica del cristiano. Cualquier bautizado, que sea
coherente con su fe, debe manifestar al mundo su creencia y dar a conocer a Jesucristo,
que nos descubre el camino que conduce a la salvación: Él mismo. Y más, cuando
aquellos que nos rodean están presentes de forma especial en nuestro corazón.
Ya que, para todos los que pensamos que no hay nada mejor que dar a conocer al
Maestro para alcanzar la verdadera felicidad, un signo indiscutible del amor
que profesamos a los demás, es hacerles partícipes de la realidad -tanto
histórica como teológica- de Jesús de Nazaret.
Hemos de clamar
sin descanso, que esta vida no tiene razón de ser, sino se vive al lado de
Dios. Y nadie, absolutamente nadie, puede prohibirnos llevar a cabo esta
misión. Antes bien, aquellos que ejercen el poder como miembros de un estado, y
que por ello deben luchar por el bien y la libertad de sus conciudadanos, deben
ayudar a que las personas se realicen en su totalidad; es decir, que deben
facilitar que los cristianos puedan
cumplir su tarea apostólica, que no es un deseo, sino una realidad que forma
parte de su ser único y personal. Ya que transmitir la verdad del Evangelio, es
un mandato directo que ha hecho el Hijo de Dios, a sus discípulos. Y eso no
debería resultar nada extraño, cuando con nuestro dinero se está ayudando a
otros colectivos a reivindicar sus derechos –que los tienen-; pero sin
detrimento de los nuestros, ni argumentos populistas que no tienen ningún
sentido, ante la indefensión de nuestra justa razón.
Si os fijáis,
nos dice Jesús que anunciemos la Buena Nueva a toda la creación, es decir, sin
omitir a nadie por vergüenza, miedo o condición. Porque para el Señor no hay
acepción de personas, sino que todos están llamados a alcanzar su salvación. Y
nosotros somos el medio –muy imperfecto- si respondemos a su llamada; porque Él
nos ha elegido para hacerlo. Un medio que se trasciende y se crece, cuando
recibe la Gracia de Nuestro Señor. Por eso la humildad no debe confundirse con
el miedo; ya que lo podremos todo, si descansamos en Aquel que nos sostiene.
Jesús es muy
claro, al señalar sus condiciones para alcanzar la Gloria. No quiere que hayan
dudas, porque es mucho lo que nos jugamos: la vida eterna. Y por eso, habla “sin
medias tintas” y no admite opiniones; ya que trata de realidades que han sido
manifestadas por el propio Dios y reveladas por Él, para que el género humano
pueda cumplirlas sin dilación. Necesitamos la Gracia del Bautismo para limpiar
nuestro pecado y alcanzar la vida divina en nosotros. Sólo así, con la
inhabitación de la Trinidad en nuestro
interior, seremos capaces de participar de las promesas y, con nuestra libertad
–manifestadas con las obras-, hacernos merecedores del Cielo.
Al recibir el
sacramento bautismal, nos hacemos miembros de ese Nuevo Pueblo de Dios –la Iglesia-
que camina por la tierra, a la espera de alcanzar la Gloria prometida. Por el
misterio de la Redención, alcanzada por el Señor en la Cruz, nosotros recibimos
“el pasaporte” que nos hace –y nos acredita- hijos de Dios en Cristo; y, por
ello, coherederos de sus beneficios. Pero es que el Bautismo todavía va más
allá y graba en nuestra alma –como a fuego- la señal que nos distingue como
miembros de la familia cristiana. ¡Es tan grande! ¡Es tan inmenso lo que somos!
Porque ese regalo divino confiere al ser humano su máxima dignidad, sea cual
sea su condición. Hemos sido amados hasta el extremo y, por ello, recuperados
por el propio Dios, para formar parte de sus promesas. Y Dios no puede mentir,
porque es la Verdad que ha venido a este mundo, para darse a conocer en su
Hijo, Jesucristo.
Nos habla san
Marcos de todos aquellos prodigios que serán capaces de hacer, los que han
aceptado la misión encomendada por el propio Jesús a los suyos. Y que él tan
bien conoce, porque lo ha podido apreciar en la persona de Pedro, de quien ha
sido discípulo. Sabe bien de lo que habla, porque sus ojos lo han podido
contemplar en la persona del apóstol, que es el Obispo de Roma. Pero fijaos que
todos estos prodigios, sólo están para hacer el bien y servir a los demás; ya
que ninguno de aquellos que fue escogido por el Maestro, lo utilizará para
salvarse a sí mismo. Todos padecerán por amor y por ser fieles a la Palabra, a
la que no están dispuestos a renunciar. Cristo les ha llamado –y nos llama- a
servir a los demás como Iglesia. A servir, como medio de conocimiento para sembrar
en el corazón de los hombres, la semilla divina. Regarla, cuidarla y hacerla
crecer, debe ser una actitud personal y una opción libre de cada uno.
Nos dice el
texto que el Señor subió a los Cielos, a ocupar el lugar que le correspondía al
lado de Dios. Pero que, a pesar de haberse ido, se ha quedado con ellos y les
ha asistido en su ministerio como Iglesia. Esa realidad, que vive cada uno de
sus discípulos, es el cumplimiento de una verdad que el Maestro ha repetido sin
descanso: que no tengamos miedo, porque no estamos solos en nuestra decisión.
Que Él se ha quedado en sus Sacramentos y, a través de ellos, nos ha enviado su
fuerza, su alegría, su esperanza y su salvación. Nos acompaña con su Palabra y
nos asiste e ilumina en todo el ministerio que, como Iglesia, nos ha pedido que
realicemos para lograr un mundo mejor. ¡No estamos solos! Somos cristianos y,
por ello, hijos de Dios.