14.
MADUREZ EN EL DOLOR
Queda bien
patente, como hemos visto en la vida de innumerables santos, que el dolor, el
sufrimiento y la tribulación son también medios empleados por Dios para
hacernos crecer en una nueva etapa de vida espiritual. Medios para
quebrantarnos y moldearnos, mostrando al hombre arrogante y creído de sí mismo,
que nada de lo que posee en esta tierra: dinero, poder, salud o belleza sirven
cuando son desmenuzados como el polvo en la tierra. De esta manera, a la vez
que crecemos en humildad, fortalecemos nuestro carácter porque aprendemos a
descansar en Dios.
Nos lo
recuerda san Josemaría en el punto 756 de Camino:
“Nosotros somos piedras, sillares, que se
mueven, que se sientan, que tienen una libérrima voluntad.
Dios
mismo es el cantero que nos quita las esquinas, arreglándonos, modificándonos,
según Él desea, a golpe de martillo y cincel.
No
queramos apartarnos, no queramos esquivar su voluntad, porque, de cualquier
modo, no podemos evitar los golpes.
-Sufrimos
más e inútilmente; y, en lugar de la piedra pulida y dispuesta para edificar,
seremos un montón informe de grava que pisarán las gentes con desprecio-“
En la historia
de la pedagogía divina: en la Biblia, el Magisterio y la Tradición, se nos
muestra, a través de distintos personajes y diferentes circunstancias como son
templados -de la misma forma que el acero
fuerte que es limpiado de impurezas por el fuego para ser usado,
posteriormente, como viga potente donde
descansa el edificio-, para edificar y levantar el reino de Dios a
través de su firmeza en la fe, conseguida en la tribulación que produce paciencia
y esperanza cuando se vive al lado del Señor.
Toda la
Sagrada Escritura nos muestra como Dios ha elegido lo débil de este mundo para
hacernos llegar la fuerza de su misericordia. Muchos son los protagonistas de
la Historia de la Salvación que, partiendo
de su propia debilidad personal, de su propia fragilidad, han sido elegidos por
Dios como manifestación de que con Él todo es posible.
Moisés, por
ejemplo: todas sus excusas y temores, provocadas por la realidad de sus
limitaciones, desaparecieron ante la presencia de Dios; y así pudo afirmar: “Mi
fuerza y mi poder es el Señor, Él es mi salvación”. Así aparecen profetas y
reyes; personajes como Abraham y Ana;
Zacarías e Isabel, que manifiestan en su esterilidad el poder divino, cuando
conviene a los planes de Dios. Los
Apóstoles; san Pablo, todos ellos testigos de que el Señor transforma, con su
Gracia, las debilidades y tribulaciones,
en obras de salvación para el mundo. Trascendiendo el sufrimiento, para
convertirlo en alegría cuando está iluminado por la fe.
Nos lo recuerda el Salmo 103 (Vg 102):
“Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su
Nombre santo.
Bendice, alma
mía, al Señor, no olvides ninguno de sus beneficios.
Él es quien
perdona tus culpas, quien sana tus enfermedades.
Quien rescata
tu vida de la fosa,
quien te corona de misericordia y compasión.
Quien sacia
de bienes tu existencia: como el águila se renovará tu juventud.
El Señor hace
obras justas
y justicia a todos los oprimidos.
El mostró sus
caminos a Moisés, sus hazañas, a los hijos de Israel.
El Señor es
compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en misericordia.
No dura
siempre su querella,
ni guarda rencor perpetuamente.
No nos trata
según nuestros pecados,
ni nos paga según nuestras culpas.
Pues cuanto
se elevan los cielos sobre la tierra,
así prevalece su misericordia con los que le temen
Cuanto dista
el oriente del occidente,
así aleja de nosotros nuestras iniquidades.
Como se
apiada un padre de sus hijos,
así el Señor tiene piedad de los que le temen.
Pues Él
conoce de qué estamos hechos,
recuerda que
somos polvo.
¡El hombre!
Como el heno son sus días:
florece como flor silvestre;
sobre él pasa
el viento y no subsiste, ni se reconoce más su sitio.
Pero la
misericordia del Señor dura desde siempre
y para
siempre con los que le temen;
y su justicia, con los hijos de los hijos,
con los que
guardan su alianza
y recuerdan sus mandatos y los cumplen.
El Señor estableció su trono en los cielos,
su reino domina todas las cosas.
Bendecid al
Señor, ángeles suyos,
fuertes guerreros, que ejecutáis sus mandatos,
prestos a obedecer a la voz de su palabra.
Bendecid al Señor, todos sus ejércitos,
ministros suyos, que ejecutáis su voluntad,
Bendecid al Señor todas sus obras,
en todos los lugares de su imperio.
¡Bendice, alma mía, al Señor!”
Como hemos
comentado anteriormente, la superación del sentido de inutilidad del
sufrimiento, se convierte en fuente de gozo y elimina esa sensación, muy
arraigada en las personas dolientes, que las consume interiormente y es una
pesada carga para los que están a su lado.
Por eso el
sufrimiento supone para el hombre mucho más que una ocasión de simple
desarrollo personal -aunque no pocas
veces también lo sea- ya que es un
misterio que al ser iluminado por la fe, nos une a Cristo en la participación de su
sufrimiento y lleva la certeza interior de que servimos, a pesar de lo poco que
somos, en la obra de nuestra redención y la de nuestros hermanos.
Nos lo recuerda
San Josemaría en el punto 194 de Camino:
“Yo
te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los
desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad,
traición, calumnia, cárcel...”
Y si podemos
decir que el sufrimiento es ocasión de grandeza personal, se debe a que
Jesucristo sufrió por nosotros y así transformados en Él, como cristianos,
amamos la Cruz, que es voluntad del Padre, y en ella hallamos la salvación del mundo. Por eso,
entonces, no renegamos de su dolor, que contemplamos desde nuestra fragilidad,
por la Gracia divina, como realidad engrandecedora que descansa en la fe.
Nos lo recuerda San Josemaría en el punto 213 de
Camino:
“Jesús
sufre por cumplir la Voluntad del Padre... Y tú, que quieres también cumplir la
Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podrás quejarte
si encuentras por compañero de camino al sufrimiento?”
Y por ello el
dolor aceptado es obediencia, un no-entender que paradójicamente está lleno de
sentido; porque se sabe que si Dios permite ese sufrimiento, seguro que es para
bien. Reconociendo, a la vez, con humildad, a Dios como Padre y como Amor; sometiendo nuestra
inteligencia limitada a la fe que, por la acción del Espíritu, nos ilumina el
sufrimiento como respuesta amorosa a un Dios que amó primero. Por eso el
sufrimiento humano, que suscita compasión y respeto, debe ser permanentemente
contemplado frente a una realidad con vocación sobrenatural, llamada a
trascendernos.
Nos lo recuerda San Josemaría en el punto 300 de Amigos
de Dios, La Humanidad Santísima de Cristo, página 415:
“Oíd
de nuevo a San Pablo: justificados por la fe, mantengamos la paz con Dios,
mediante Nuestro Señor Jesucristo, por quien, en virtud de la fe, tenemos cabida
en esta gracia, en la que permanecemos firmes y nos gloriamos con la esperanza
de la gloria de los hijos de Dios. Pero no nos gloriamos solamente en esto; nos
gozamos también en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación ejercita la
paciencia, la paciencia sirve a la prueba, y la
prueba a la esperanza; esperanza que no defrauda, porque la caridad de Dios ha sido derramada
en nuestros corazones por medio del
Espíritu Santo.”