Evangelio según San
Juan 17,11b-19.
Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo:
"Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros.
Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura.
Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto.
Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno.
Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad.
Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo.
Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad."
"Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros.
Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura.
Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto.
Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno.
Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad.
Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo.
Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad."
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Juan, Jesús nos recuerda –y ese recuerdo debe ser nuestra esperanza-
que somos hechos hijos de Dios, en Él. Siendo ésta la causa principal de que, durante
toda nuestra vida, el Padre cuide de nosotros con amor, celo y respeto a
nuestra libertad. Pero además, Cristo –que se sienta a Su derecha por toda la
eternidad- le pide con insistencia que vele por nuestro bien. Que nos haga
capaces de evitar todo aquello que nos separa de su Gloria; y que, a pesar de las
dificultades, aceptemos todas las situaciones que nos acercan, y nos sirven sin ningún género de dudas, para gozar eternamente de su Presencia.
El Maestro Le
pide, en una oración profunda y confiada, que nunca nos deje desfallecer y siempre
nos permita disfrutar de su Misericordia; siendo fieles a sus preceptos y
conformando su Iglesia, en el desempeño de nuestra vocación. Porque permanecer
como miembros leales del Cuerpo de Cristo en esta tierra, es un salvoconducto
que nos abre las puertas del Cielo. Y eso, que a primera vista puede parecer
confuso, tiene una fácil explicación: Jesús nos insta a descubrir esa realidad
escondida en la Revelación, que nos habla de que en su Persona, se encuentra la
salvación. Nadie –salvo aquellos que padecen una ignorancia de la que no tienen
culpa- podrá alcanzar la Redención, lejos de Aquel que nos redime. Porque sólo
a Su lado, estaremos protegidos de las insidias del Enemigo; y seremos capaces
de fortalecer nuestra voluntad, para responder afirmativamente a la llamada de
Dios.
Todos los
bautizados, que hemos interiorizado la fe y hemos desgranado la historia,
sabemos que el Hijo de Dios fundó su Iglesia para permanecer en Ella, a nuestro
lado. Porque junto a Él, y en Él, formamos ese Pueblo de Dios que camina –sin prisa
pero sin pausa- para alcanzar la Tierra Prometida. Somos ese Nuevo Israel que,
por el desierto de la vida, goza de la presencia divina en el Tabernáculo del
Sagrario. Jesús está, realmente con su Cuerpo y su Sangre, esperando que
tengamos un momento para ir a platicar con Él. Para compartir nuestras inquietudes, para llorar
nuestras miserias, para rogarle su auxilio y agradecerle sus beneficios. Él nos
espera, en el culmen del amor que se humilla por el bien del amado, a que
nosotros decidamos posponer nuestras ocupaciones y, encontrando el momento
adecuado, dirigirnos ¡pobres mortales! a su Divina Misericordia.
Yo lo comparo a
esos nativos de África, que no son conscientes al pisar la tierra de su
continente, de la riqueza que esconde en sus entrañas. Porque si lo supieran,
si les permitieran salir de su ignorancia, nadie les quitaría lo que por
derecho les corresponde. Pues bien, a ti y a mí nos pertenece la inmensidad de
Dios, que ha querido ofrecerse a Sí mismo, en aras de nuestra salvación. Lo
mínimo que podemos hacer, es ir a buscarla. Es tener esa inquietud por conocer,
luchar y descubrir; ya que cuando decimos que sí al Señor, ya nada es igual.
Todas las cosas de este mundo se relativizan, y pierden ese valor que, en
realidad, nosotros les hemos dado.
Pero
justamente, el Padre ha querido que nos santifiquemos en medio de la cotidianidad;
utilizando los medios que tenemos, como camino de salvación. No ser de este
mundo, no significa no participar en él; sino no tenerlo como un bien absoluto.
Significa que, gozando de todo aquello que Dios ha creado y que nos ha
permitido disponer, lo convirtamos en herramientas
adecuadas para alcanzar la Redención; y ayudar a que los demás la alcancen, a
través nuestro. Hemos de reconocer que sólo somos usufructuarios de lo que
disfrutamos; y hemos de estar dispuestos a entregarlo, si esta es la voluntad
de Dios. Así lo entendió el santo Job, cuando al verse privado de su familia,
de sus bienes, de su salud y de sus amigos, repetía sin cesar: “El Señor me lo dio,
el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor”. Esa es la actitud que
debe anidar en el alma del cristiano, que descansa en la Providencia divina,
aunque no siempre la entienda. Hemos de vivir con alegría, los planes que Dios
tiene dispuestos para cada uno de nosotros. Y como decía san Josemaría, repetir
muy despacito: “Aunque me cueste; aunque me duela; aunque me muera”.
Para finalizar,
vemos en el texto como el Maestro nos envía –como discípulos suyos que somos-
para que cambiemos el mundo, transmitiendo su Palabra; y, consecuentemente,
dando a cada paso alegría y esperanza. Para que sepamos relativizar aquello que
no tiene mayor importancia y, sin embargo, hacer prevalecer todo lo que nos
confiere nuestra identidad y nuestra razón de ser: cristianos. Hemos de clamar,
alzando la voz sin descanso, la Verdad de Dios por encima de todas las
opiniones, las costumbres y las vejaciones. Porque a pesar de los esfuerzos del
diablo por hacer prevalecer la mentira, tiñéndola de prudencia y talante ¡La Verdad
es una! ¡La Verdad es Dios!