Evangelio según San
Marcos 11,11-26.
Jesús llegó a Jerusalén y fue al Templo; y después de
observarlo todo, como ya era tarde, salió con los Doce hacia Betania.
Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre.
Al divisar de lejos una higuera cubierta de hojas, se acercó para ver si encontraba algún fruto, pero no había más que hojas; porque no era la época de los higos.
Dirigiéndose a la higuera, le dijo: "Que nadie más coma de tus frutos". Y sus discípulos lo oyeron.
Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas,
y prohibió que transportaran cargas por el Templo.
Y les enseñaba: "¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones".
Cuando se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas, buscaban la forma de matarlo, porque le tenían miedo, ya que todo el pueblo estaba maravillado de su enseñanza.
Al caer la tarde, Jesús y sus discípulos salieron de la ciudad.
A la mañana siguiente, al pasar otra vez, vieron que la higuera se había secado de raíz.
Pedro, acordándose, dijo a Jesús: "Maestro, la higuera que has maldecido se ha secado".
Jesús le respondió: "Tengan fe en Dios.
Porque yo les aseguro que si alguien dice a esta montaña: 'Retírate de ahí y arrójate al mar', sin vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá.
Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán.
Y cuando ustedes se pongan de pie para orar, si tienen algo en contra de alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas".
Pero si no perdonan, tampoco el Padre que está en el cielo los perdonará a ustedes.
Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre.
Al divisar de lejos una higuera cubierta de hojas, se acercó para ver si encontraba algún fruto, pero no había más que hojas; porque no era la época de los higos.
Dirigiéndose a la higuera, le dijo: "Que nadie más coma de tus frutos". Y sus discípulos lo oyeron.
Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas,
y prohibió que transportaran cargas por el Templo.
Y les enseñaba: "¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones".
Cuando se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas, buscaban la forma de matarlo, porque le tenían miedo, ya que todo el pueblo estaba maravillado de su enseñanza.
Al caer la tarde, Jesús y sus discípulos salieron de la ciudad.
A la mañana siguiente, al pasar otra vez, vieron que la higuera se había secado de raíz.
Pedro, acordándose, dijo a Jesús: "Maestro, la higuera que has maldecido se ha secado".
Jesús le respondió: "Tengan fe en Dios.
Porque yo les aseguro que si alguien dice a esta montaña: 'Retírate de ahí y arrójate al mar', sin vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá.
Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán.
Y cuando ustedes se pongan de pie para orar, si tienen algo en contra de alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas".
Pero si no perdonan, tampoco el Padre que está en el cielo los perdonará a ustedes.
COMENTARIO:
Este Evangelio de san Marcos, extenso en su contenido y profundo en su mensaje, comienza con una actitud por parte del Maestro, que puede sorprendernos. A simple vista, Jesús reacciona enérgicamente ante una comercialización y un abuso de los cambistas y los vendedores, que habían convertido el Templo en un medio para hacer dinero y sacar provecho a los holocaustos que se realizaban para dar gloria a Dios. Pero es que a Jesucristo le duele que, después de tantos años y de tantos beneficios recibidos, el Pueblo de Israel siga sordo a los mandatos que el Padre, a través de los profetas, ha puesto en su conocimiento. Le duele, porque los ama, que todavía no hayan comprendido que las promesas divinas no habían sido hechas de forma absoluta, sino condicionadas al cumplimiento de lo pactado en la Alianza.
Otra vez han
hecho caso omiso de los consejos de Isaías, Jeremías o Malaquías, cometiendo
los mismos errores que sus antepasados:
“Ved
que envío mi mensajero
A preparar
el camino delante de Mí;
Enseguida
llegará a su Templo
El
Dueño a quien buscáis,
El
ángel de la alianza.
A quien
deseáis.
Ved
que llega
-dice
el Señor de los ejércitos-
¿Quién
podrá resistir el día de su venida?
¿Quién
se sostendrá en pie cuando aparezca?
Porque
es como fuego de fundidor,
Como
lejía de lavanderos.
Se
pondrá a fundir y a purificar la plata; purificará a los hijos de Leví, los
acrisolará como oro y plata; así podrán ofrecer al Señor una oblación en
justicia. Entonces será grata al Señor la oblación de Judá y de Jerusalén como
en los días de antaño, como en los años que pasaron”. (Ml.3, 1-5)
“Les
haré entrar en mi monte santo,
Les
daré alegría en mi casa de oración:
Sus
holocaustos y sus sacrificios
Me
sarán gratos sobre mi altar,
Porque
mi casa será llamada
Casa
de oración para todos los pueblos”. (Is 56, 7)
Por eso, otra vez, el Templo debe ser purificado por el
enviado de Dios; para que realice la función por la que fue edificado: ser
lugar de oración para todas las gentes.
Ese suceso, que aconteció en aquellos momentos,
y que nos demostró el celo del Señor por las cosas de su Padre, nos tiene que
servir a nosotros de ejemplo, cuando nos dirijamos a Dios en profunda oración;
ya sea en forma íntima y personal, o bien comunitaria y litúrgica. Porque el
Altísimo quiere ser servido de una manera determinada; no como nosotros
queramos y nos apetezca. Quiere que oremos en una unidad de persona, es decir
rezando con el corazón a través de una actitud corporal que manifiesta respeto y
recogimiento.
En todo el
Antiguo Testamento, el Padre ha insistido en el cómo, en el cuándo, en el donde
y en el porqué. Ahora nos lo transmite a través del Magisterio de la Iglesia,
que nos indica la forma y el fondo en el que el Señor quiere comunicarse con
sus hijos. Y que, en realidad, no es ni más ni menos que dar junto al culto
reverencial el testimonio de los hechos que admitimos con las palabras: que
adoramos y ponemos por encima de todas las cosas, a Nuestro Señor. Y fijaos,
que si Jesús fue capaz de derribar las mesas y asustar a aquellas gentes cuando en el Templo no estaba la presencia real y substancial de Dios, que no
haría ahora que nos aguarda con todo su Cuerpo, su Sangre y su Divinidad, en la
Eucaristía Santa y en el Tabernáculo del Sagrario. Tal vez podríamos hacer un
examen de conciencia para valorar y corregir cómo es nuestra actuación, cuando
estamos en el Templo, delante de Jesús.
Pero este hecho
también nos debe de servir para conocer algo más de la Humanidad del Señor. El
Maestro, que es la paz, el amor y la misericordia personificada, saca su
carácter para defender a su Padre de los Cielos. Porque muchas veces el
silencio no es prudencia, sino cobardía; ya que ante una vejación, una
blasfemia o un sacrilegio de las cosas divinas, hemos de dar testimonio de la Verdad,
con la fuerza de nuestra voz y la manifestación de nuestra fe. Nadie, absolutamente
nadie, tiene derecho -esgrimiendo su libertad- en coartar la nuestra y
ridiculizar nuestras creencias.
San Marcos ha
enmarcado este episodio en otro, que le es afín y complementario: la maldición
de la higuera. Y lo ha hecho porque, de una forma simbólica, puede –como hicieron
también los profetas- indicar que Israel no ha dado los frutos de santidad que
se esperaba; y, por ello, quedará convertida en mera hojarasca. El Señor no
podrá comer de sus ramas; ni podrá saciarse de la fruta que esperaba recoger.
Ese Templo, increíble y maravilloso que, como la higuera borde, sólo sirve para
aparentar algo que en realidad no es, será destruido y purificado. Jesús nos
recuerda que no quiere gestos externos que no sean el fiel reflejo de una
piedad interior. Quiere que le amemos sin medida; y que descansemos en su
Providencia sin temor. Por eso nos llama
a una fe sin fisuras; a una oración que sea consecuencia del amor y de
la esperanza divina. Amor que desparramamos en nuestros hermanos: que perdona,
que se preocupa, que disculpa, que comprende y que lucha por un mundo mejor.
Cristo está a punto de dar su vida por nosotros; piensa pues, en consecuencia,
si Aquel que ha enviado a su Hijo al sufrimiento de la Cruz, para librarnos de
la muerte eterna, va a ser capaz –si se lo pedimos y nos conviene- de negarnos
alguna cosa. ¿Cabe mayor tranquilidad?