29 de mayo de 2015

¡La mayor tranquilidad!

Evangelio según San Marcos 11,11-26. 


Jesús llegó a Jerusalén y fue al Templo; y después de observarlo todo, como ya era tarde, salió con los Doce hacia Betania.
Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre.
Al divisar de lejos una higuera cubierta de hojas, se acercó para ver si encontraba algún fruto, pero no había más que hojas; porque no era la época de los higos.
Dirigiéndose a la higuera, le dijo: "Que nadie más coma de tus frutos". Y sus discípulos lo oyeron.
Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas,
y prohibió que transportaran cargas por el Templo.
Y les enseñaba: "¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones".
Cuando se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas, buscaban la forma de matarlo, porque le tenían miedo, ya que todo el pueblo estaba maravillado de su enseñanza.
Al caer la tarde, Jesús y sus discípulos salieron de la ciudad.
A la mañana siguiente, al pasar otra vez, vieron que la higuera se había secado de raíz.
Pedro, acordándose, dijo a Jesús: "Maestro, la higuera que has maldecido se ha secado".
Jesús le respondió: "Tengan fe en Dios.
Porque yo les aseguro que si alguien dice a esta montaña: 'Retírate de ahí y arrójate al mar', sin vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá.
Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán.
Y cuando ustedes se pongan de pie para orar, si tienen algo en contra de alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas".
Pero si no perdonan, tampoco el Padre que está en el cielo los perdonará a ustedes. 

COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Marcos, extenso en su contenido y profundo en su mensaje, comienza con una actitud por parte del Maestro, que puede sorprendernos. A simple vista, Jesús reacciona enérgicamente ante una comercialización y un abuso de los cambistas y los vendedores, que habían convertido el Templo en un medio para hacer dinero y sacar provecho a los holocaustos que se realizaban para dar gloria a Dios. Pero es que a Jesucristo le duele que, después de tantos años y de tantos beneficios recibidos, el Pueblo de Israel siga sordo a los mandatos que el Padre, a través de los profetas, ha puesto en su conocimiento. Le duele, porque los ama, que todavía no hayan comprendido que las promesas divinas no habían sido hechas de forma absoluta, sino condicionadas al cumplimiento de lo pactado en la Alianza.

  Otra vez han hecho caso omiso de los consejos de Isaías, Jeremías o Malaquías, cometiendo los mismos errores que sus antepasados:
“Ved que envío mi mensajero
A preparar el camino delante de Mí;
Enseguida llegará a su Templo
El Dueño a quien buscáis,
El ángel de la alianza.
A quien deseáis.
Ved que llega
-dice el Señor de los ejércitos-
¿Quién podrá resistir el día de su venida?
¿Quién se sostendrá en pie cuando aparezca?
Porque es como fuego de fundidor,
Como lejía de lavanderos.
Se pondrá a fundir y a purificar la plata; purificará a los hijos de Leví, los acrisolará como oro y plata; así podrán ofrecer al Señor una oblación en justicia. Entonces será grata al Señor la oblación de Judá y de Jerusalén como en los días de antaño, como en los años que pasaron”. (Ml.3, 1-5)

“Les haré entrar en mi monte santo,
Les daré alegría en mi casa de oración:
Sus holocaustos y sus sacrificios
Me sarán gratos sobre mi altar,
Porque mi casa será llamada
Casa de oración para todos los pueblos”. (Is 56, 7)

Por eso, otra vez, el Templo debe ser purificado por el enviado de Dios; para que realice la función por la que fue edificado: ser lugar de oración para todas las gentes.

  Ese suceso, que aconteció en aquellos momentos, y que nos demostró el celo del Señor por las cosas de su Padre, nos tiene que servir a nosotros de ejemplo, cuando nos dirijamos a Dios en profunda oración; ya sea en forma íntima y personal, o bien comunitaria y litúrgica. Porque el Altísimo quiere ser servido de una manera determinada; no como nosotros queramos y nos apetezca. Quiere que oremos en una unidad de persona, es decir rezando con el corazón a través de una actitud corporal que manifiesta respeto y recogimiento.

  En todo el Antiguo Testamento, el Padre ha insistido en el cómo, en el cuándo, en el donde y en el porqué. Ahora nos lo transmite a través del Magisterio de la Iglesia, que nos indica la forma y el fondo en el que el Señor quiere comunicarse con sus hijos. Y que, en realidad, no es ni más ni menos que dar junto al culto reverencial el testimonio de los hechos que admitimos con las palabras: que adoramos y ponemos por encima de todas las cosas, a Nuestro Señor. Y fijaos, que si Jesús fue capaz de derribar las mesas y asustar a aquellas gentes cuando en el Templo no estaba la presencia real y substancial de Dios, que no haría ahora que nos aguarda con todo su Cuerpo, su Sangre y su Divinidad, en la Eucaristía Santa y en el Tabernáculo del Sagrario. Tal vez podríamos hacer un examen de conciencia para valorar y corregir cómo es nuestra actuación, cuando estamos en el Templo, delante de Jesús.

  Pero este hecho también nos debe de servir para conocer algo más de la Humanidad del Señor. El Maestro, que es la paz, el amor y la misericordia personificada, saca su carácter para defender a su Padre de los Cielos. Porque muchas veces el silencio no es prudencia, sino cobardía; ya que ante una vejación, una blasfemia o un sacrilegio de las cosas divinas, hemos de dar testimonio de la Verdad, con la fuerza de nuestra voz y la manifestación de nuestra fe. Nadie, absolutamente nadie, tiene derecho -esgrimiendo su libertad- en coartar la nuestra y ridiculizar nuestras creencias.


  San Marcos ha enmarcado este episodio en otro, que le es afín y complementario: la maldición de la higuera. Y lo ha hecho porque, de una forma simbólica, puede –como hicieron también los profetas- indicar que Israel no ha dado los frutos de santidad que se esperaba; y, por ello, quedará convertida en mera hojarasca. El Señor no podrá comer de sus ramas; ni podrá saciarse de la fruta que esperaba recoger. Ese Templo, increíble y maravilloso que, como la higuera borde, sólo sirve para aparentar algo que en realidad no es, será destruido y purificado. Jesús nos recuerda que no quiere gestos externos que no sean el fiel reflejo de una piedad interior. Quiere que le amemos sin medida; y que descansemos en su Providencia sin temor. Por eso nos llama  a una fe sin fisuras; a una oración que sea consecuencia del amor y de la esperanza divina. Amor que desparramamos en nuestros hermanos: que perdona, que se preocupa, que disculpa, que comprende y que lucha por un mundo mejor. Cristo está a punto de dar su vida por nosotros; piensa pues, en consecuencia, si Aquel que ha enviado a su Hijo al sufrimiento de la Cruz, para librarnos de la muerte eterna, va a ser capaz –si se lo pedimos y nos conviene- de negarnos alguna cosa. ¿Cabe mayor tranquilidad?