Evangelio según San
Juan 13,16-20.
Después de haber lavado los pies a los discípulos,
Jesús les dijo:
"Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía.
Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican.
No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí.
Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy.
Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió".
"Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía.
Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican.
No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí.
Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy.
Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió".
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Juan comienza, justo cuando el Maestro ha terminado de mostrar a los
suyos, con su ejemplo, una de las actitudes que deben ser características de
los seguidores de Jesús: la humildad. Ese gesto –el lavatorio de los pies- que
realizaban los esclavos en las casas, servía para que aquellos que llegaban con
los pies sucios, del polvo del camino, se sintieran limpios y a gusto antes de
compartir el alimento y la compañía, con aquellos que les habían abierto las
puertas de su hogar. Y el Señor aprovecha esta circunstancia, para recordarnos
que hemos de estar dispuestos a todo, para facilitar la vida a los demás; y en
ese “todo” se encierra el someter nuestro orgullo, y posponer nuestros deseos.
Jesús nos insta
a poner en práctica ese elemento distintivo del amor, que es la búsqueda de la
felicidad del amado. Insistiéndonos en que, para nosotros los cristianos, todos
son nuestros hermanos y, por ello, deben ser fruto de nuestros desvelos. No hay
tarea pequeña, ni desagradable, para los discípulos de Cristo, si con ella
hacemos la vida más satisfactoria a nuestros semejantes. Y, como veis, no nos
habla de cosas difíciles o complicadas, sino de todas aquellas minúsculas delicadezas,
con las que podemos agradar a los demás. Lo que ocurre es que, para ello, tal
vez sea necesario estar más pendiente de nuestros deberes, que de nuestros
derechos.
Trata el Señor de
cosas tan simples, como es el levantarse antes que los demás para ponerles un desayuno
en la mesa, desvinculándonos u olvidándonos del “yo”, que nos insiste en
nuestro cansancio y en el deseo personal de ser servidos. Trata de cocinar eso
que sabemos que les gusta; aunque tal vez, no sea lo que más nos agrada a
nosotros. Trata de realizar esa tarea, pese a que ese día le correspondiera al
otro. No importa si se lo merecen o no; o si yo he dado más que los demás, sino
que debemos estar dispuestos a perder la vida por Dios, sin que nadie aprecie
que su bienestar –que es la responsabilidad divina que el Padre nos ha pedido
que asumamos libremente- descansa en nuestra entrega y nuestros pequeños
sacrificios.
Son detalles
sencillos que, sin duda, hacen el día a día más fácil a los que nos rodean. Si
todos los hiciéramos así; si cada uno cuidara de los otros, éste mundo sería un
lugar maravilloso, donde todos aprenderíamos el camino de la Gloria. De eso
tratan los mandatos divinos; los preceptos de Dios; de ayudarnos a forjar, con
nuestro asentimiento y nuestra confianza en la Providencia, un mundo mejor.
El Señor nos
habla de esa actitud interior, que es la base que genera y facilita los actos
que determinan nuestra forma de ser y de pensar. Porque los hombres no podemos
forzar constantemente situaciones, que se desvinculan de nuestro sentir; ya que
eso termina rompiendo nuestro equilibrio interior. Cristo nos insiste en que hemos
de buscar, porque conocerle y amarle, es una misma cosa; es una realidad
inevitable. Y al hacerlo, la humildad moverá nuestros actos; ya que esa difícil
virtud, es la consecuencia de haber asumido nuestra debilidad y nuestros
errores, ante la magnificencia de Dios.
Si Aquel que lo es Todo, ha venido a este
mundo para ser insultado, despreciado y martirizado por amor a mi persona, yo,
que no soy nada frente a la inmensidad divina, debo estar dispuesto a reconocerme
como tal y, asumiendo la voluntad del Padre, hacerla mía. Y cada uno de
nosotros, que ha escuchado la Palabra, sabe que la voluntad de Dios es que
amemos a nuestros hermanos como a nosotros mismos. Es decir, cuidándolos, como
nos gustaría que nos cuidaran a nosotros.
Debemos
hacerlo, no porque los demás se lo merezcan –que puede que también-; ni porque
asumamos que son mejores, sino porque estamos dispuestos –por el Hijo y con la fuerza del Espíritu- ha hacer
felices a todos aquellos que el Padre nos ha encomendado. Porque a cada uno de
nosotros, el Señor nos pedirá cuentas del hermano que puso a nuestro lado. Y no
olvidemos nunca, que no hay verdadera felicidad, sin Dios. Por eso, darnos a
los demás implica transmitirles la fe, con nuestras palabras y, sobre todo, con
nuestras obras. Sólo viviendo con coherencia el mensaje cristiano, alcanzaremos
esa paz que tanto hemos ansiado.
Vuelve el
Maestro, en el texto, a aclarar para todos aquellos que le escuchan, que tiene
consciencia de que uno de ellos le va a traicionar. Quiere que comprendan que nada hay oculto a
sus ojos; lo que ocurre es que para Dios, nada hay tan importante ni más
preciado, que la libertad del hombre. A pesar de que haciendo mal uso de ella,
nuestros primeros padres introdujeran el sufrimiento, en el mundo; o que Judas
pueda entregar al Hijo de Dios, a la muerte. Pero Aquel que ama, necesita que
el amado lo elija por encima de todo; y por eso permite que todo, esté a
disposición del amado. Que decida regresar, si se equivoca, aunque el camino de
vuelta sea dificultoso. Pero sabe que para el que quiere de verdad, el afecto
que fluye del corazón pone alas en los pies, y vence todos los obstáculos. Así
nos quiere el Padre: dispuestos a remar con fuerza, en la Barca de Pedro –la Iglesia-,
para alcanzar la orilla, donde nos espera. Sin miedo ante las olas; sin
desfallecer ante la tempestad y el cansancio, porque Cristo está en medio de
nosotros. Nos llama a la fe, a la esperanza y a
la humildad ¿Estás sordo?