11 de mayo de 2015

¡Estamos llamados a la Esperanza!

Evangelio según San Juan 15,26-27.16,1-4a. 


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí.
Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el principio.
Les he dicho esto para que no se escandalicen.
Serán echados de las sinagogas, más aún, llegará la hora en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios.
Y los tratarán así porque no han conocido ni al Padre ni a mí.
Les he advertido esto para que cuando llegue esa hora, recuerden que ya lo había dicho.»

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Juan, el Señor deja bien claro a sus discípulos que para entender, interiorizar, vivir y ser fieles a su doctrina y a su Persona, es totalmente imprescindible gozar de la presencia divina en nuestra alma: el Espíritu Santo. Porque seguir a Cristo no es solamente una cuestión de voluntad, ya que muchos desearían tener fe, y no lo consiguen. Sino que se trata de una actitud interior que, reconociendo la pequeñez y la fragilidad del ser humano ante la inmensidad de Dios, ruega al Padre por ese don; y asume que no hay nada mejor en esta vida, que disfrutar y compartir la realidad divina. Es entonces cuando el hombre busca, no sólo el conocimiento, sino el amor que da sentido a todo; y, por ello, encuentra al Amor que toma posesión de su interior, con la efusión del Paráclito.

  Jesús nos insiste en que ha fundado su Iglesia, y nos ha dejado en Ella los Sacramentos, porque nos ha enviado el Espíritu de Verdad, que procede del Padre. No sabemos porque Dios quiso hacerlo así; ya que no hay que olvidar que los hombres sólo alcanzamos a conocer, lo que el Señor ha querido revelar sobre Sí mismo. Pero podemos intuir, por sus palabras y el Magisterio, que Aquel que por salvarnos ha entregado su vida, desea que salgamos a su encuentro y, con nuestro esfuerzo, demostremos que deseamos imperiosamente alcanzar su salvación. La Redención divina es un tesoro, que se guarda y se comunica en la Iglesia de Cristo, a través de sus Sacramentos; ya que en cada uno de ellos hay una efusión del Espíritu Santo, que nos hace partícipes de la vida de la Gracia. Vida que nos eleva, nos santifica y nos prepara para alcanzar la Gloria. Luz, que nos permite descubrir lo que estaba oscuro por el pecado; y entender lo que la inteligencia, por sí misma, no puede alcanzar. Fuerza, para luchar contra el enemigo y resistir sus tentaciones; para asumir nuestra vocación y, sin miedo, disponernos a ser fieles hasta las últimas consecuencias. Ir a su encuentro, es decisión nuestra.

  Pero esa riqueza espiritual, que está al alcance de todos, requiere del acto de la voluntad que se compromete con el Señor a cumplir sus mandatos, y ser fiel a su Alianza. El ser humano ha legislado normas para todo; y espera que sean la medida y la seguridad que contribuya a una buena convivencia en medio del mundo. Cualquier negocio, cualquier transacción, requiere de un certificado que defienda  nuestros derechos y estipule nuestros deberes. No nos conformamos con un apretón de manos para sellar un pacto o legalizar una situación, sino que requerimos un contrato que defienda nuestros intereses ante la Ley. Pues si hacemos todo esto ante algo que es temporal y perecedero, imaginaros la seriedad y responsabilidad que tenemos ante nuestro compromiso con Dios, sellado con la Sangre Santísima de su Hijo, y ratificado en las aguas del Bautismo.

  Pero como Cristo nos conoce, y sabe de lo que somos capaces en nuestra fragilidad, nos ha entregado –en una locura de amor sin límites- a la propia Iglesia, para que nos haga llegar el “Medio” con el que el hombre puede conseguirlo. Ya que el Espíritu Santo nos injerta en Cristo, y su “Sabia” nos da la vida; pone sus palabras en nuestra boca y nos impulsa a dar frutos de santidad. Pero todo ello con un respeto profundo a nuestra libertad; por eso el Señor nos pide que tengamos el deseo de pertenecer, el ansia de compartir y la necesidad de gozar del amor de Cristo. El Paráclito viene, a los que buscan la Verdad divina; a los que, sin cansancio, saben descubrir la imagen de Dios, en todo lo que les rodea.


  Pero Jesús advierte a sus discípulos, que todos aquellos que no han conocido a Dios y, por tanto, no han reconocido a Cristo como a su Hijo, nos perseguirán como también le persiguieron a Él. Y es que cuando la Luz no ilumina el ser de las personas, lo que surge es el fanatismo de una razón donde impera el orgullo y la soberbia. Ese querer creer en algo, aunque ese algo no se corresponda a lo que el propio Dios ha revelado. Ese algo, en el que lo primero que se ha suprimido, es el amor a las personas. Cristo les prepara –y nos prepara- para que no se escandalicen ante lo que está por llegar. Para que no se turben sus ánimos, sino que comprendan que ser cristiano, es ser la imagen de Cristo en la tierra. Y todos sabéis que Nuestro Señor aceptó libremente la cruz, y nos redimió con su dolor, su muerte…¡y su resurrección! Por eso ¡Ánimo! ¡Alegría! Sobre todo en la dificultad. Estamos llamados a vivir con el compromiso del amor. Estamos llamados a la esperanza.