15 de mayo de 2015

¡Es cosa nuestra!

Evangelio según San Juan 16,20-23a. 


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
"Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo."
La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo.
También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar.
Aquél día no me harán más preguntas."

COMENTARIO:

  Jesús, en este Evangelio de Juan, sigue dirigiéndose a sus apóstoles y preparándoles para las circunstancias terribles, que van a tener que pasar. Sabe que va a ser muy difícil que puedan entender que el Mesías de Israel, el rey de Reyes, va a padecer y morir –clavado en un madero-  como si fuera un delincuente. Y que, como consecuencia de ello, van a ser perseguidos como si fueran malhechores. Por eso les insiste en que los hechos que están por llegar, tienen un significado temporal y relativo. Significado que se abre a su verdadero sentido, en la intemporalidad a la que todos los cristianos estamos llamados, si asumimos con fe sus palabras y compartimos con amor su dolor. Ya que sólo así podremos alcanzar la Redención.

  Nada va a suceder que Él no tenga previsto. A todo se entregará, asumiendo como suya la voluntad del Padre, para la salvación de los hombres. Cada hecho, cada minuto, cada circunstancia forman parte de los hilos de un tapiz que concluirá el día de la Resurrección. Entonces, cada uno de nosotros –en la totalidad del ser- ocupará el puesto al que fue llamado junto al Señor, si ha sabido permanecer en este mundo, fiel a su Persona.

  No es tan difícil comprobar, a través de la Revelación de Dios al hombre, cómo está estructurada la realidad humana desde la Creación. Aquellos que, oyendo el mensaje divino, se comprometen a caminar por los senderos seguros de la Providencia, deberán padecer los embistes del Enemigo, que pondrá a prueba su fe en las difíciles situaciones de la vida. Sin embargo, todos aquellos que dando la espalda al Altísimo y desoyendo su Palabra, asumen una existencia de pecado y desenfreno, nada tienen que probar al Padre ni son tentados por Satanás, que ya ha conseguido su alma. Por eso en esta vida, parece que a los seguidores del “Príncipe de este mundo” todo les vaya bien.

  Pero el Maestro nos insiste en que la única alegría verdadera es aquella que nadie nos puede quitar, porque no depende de los demás; sino de nuestro encuentro, participación y compromiso, con la realidad salvífica de Cristo en su Iglesia. Sólo Él tiene la llave que abre nuestro conocimiento a la Verdad y nuestro corazón al Amor: el envío del Paráclito. Por eso nos pide que confiemos y no desfallezcamos, cuando el sufrimiento oprima nuestro corazón. Que miremos la Cruz, donde Jesús nos recuerda que éste es el paso obligado en el que nos espera, para llevarnos a la Gloria.

  Ahí, a sus pies, acariciando sus llagas sangrantes y asumiendo nuestro pecado, nos arrepentimos de nuestras faltas y nos comprometemos a acompañarle con la alegría que produce la esperanza de la Resurrección. Porque la diferencia inmensa entre el desconsuelo y la aflicción del que no encuentra sentido a su calvario, y la promesa y la perspectiva de una vida con Dios, es inmensa. Es, justamente, la línea que separa la desesperación del optimismo; la tristeza de la alegría; y la ignorancia de la Sabiduría.


  Esa imagen de la mujer que da a luz, si recordáis, era muy frecuente en los textos del Antiguo Testamento; ya que los profetas la usaban para significar que esos dolores terribles, eran algo bueno y el preámbulo de una cosa excepcional. Que el sufrimiento podía dar paso –y en realidad lo daba- al nacimiento de un proyecto divino, que había querido contar con nuestra participación: formar parte de aquello que por ser tan natural, era inmensamente divino. Por eso fue usado como imagen –en el tiempo- del alumbramiento de ese nuevo pueblo mesiánico: la Iglesia de Cristo, que le costó al Señor hasta la última gota de su Sangre. Porque en esa Iglesia, no lo olvidéis nunca, esta la Vida. La Vida eterna que proviene de la salvación ganada por el Hijo de Dios en la Cruz, y entregada a los hombres a través de los Sacramentos ¡Ir a buscarla es cosa nuestra!