27 de mayo de 2015

¿Eres uno de ellos?

Evangelio según San Marcos 10,32-45. 


Mientras iban de camino para subir a Jerusalén, Jesús se adelantaba a sus discípulos; ellos estaban asombrados y los que lo seguían tenían miedo. Entonces reunió nuevamente a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder:
"Ahora subimos a Jerusalén; allí el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos:
ellos se burlarán de él, lo escupirán, lo azotarán y lo matarán. Y tres días después, resucitará".
Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: "Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir".
El les respondió: "¿Qué quieren que haga por ustedes?".
Ellos le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria".
Jesús les dijo: "No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?".
"Podemos", le respondieron. Entonces Jesús agregó: "Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo bautismo que yo.
En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes han sido destinados".
Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos.
Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad.
Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes;
y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.
Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud". 

COMENTARIO:

  Vemos en estas primeras líneas del Evangelio de san Marcos, como debe ser la vida del cristiano para dar frutos de santidad y no desfallecer ante las dificultades que nos presenta la vida. Ya que, como nos cuenta el texto, mientras los discípulos subían hacia Jerusalén, temerosos de lo que habían escuchado y preocupados por lo que iba a suceder, el Maestro les precedía y eso les reconfortaba. Esa es la incógnita que soluciona todas las ecuaciones que se nos pueden presentar a los discípulos de Cristo: que en el quehacer de cada día, el Señor sea nuestro principio y nuestro final. Que con Él comencemos la jornada, a través de la oración de la mañana; y con Él cerremos los ojos, tras haber hecho a su lado un examen de conciencia. Arrepintiéndonos de nuestros pecados, con un buen propósito de enmienda.

  Jesús debe guiar nuestros pasos, si no queremos caer por el precipicio; y no sólo los que competen a nuestra vida espiritual, sino a todos lo que conforman nuestro ser, incluido el cuerpo. Somos una unidad perfecta, donde demostramos con obras –a través del cuerpo- lo que de verdad siente nuestro corazón. Y en El Sagrario de nuestra conciencia, siempre debe estar presente –por la Gracia- la Trinidad. Así el trabajo, el ocio, la familia y los amigos, serán el medio perfecto para manifestar lo que somos en realidad: cristianos en medio del mundo, que peregrinan hacia la Tierra Prometida. Lo llevamos grabado a fuego en el alma; es el “tatuaje” imborrable con el que Dios ha sellado la alianza que adquirimos con Él en el Bautismo. Es el compromiso eterno, que nos llama a la acción.

  Cómo veis, Jesús va delante de ellos, sin miedo y a buen paso. Está decidido a cumplir la voluntad del Padre, aunque hacerlo signifique la entrega de su voluntad en un sacrificio sustitutivo. Denota con sus palabras, que sabe bien lo que va a ocurrir. Y que, por ello, los hechos que están a punto de acontecer no le van a coger por sorpresa. Él se va a entregar a los siervos de Satanás, en un perfecto holocausto, por amor a los hombres. Y ese Jesús, que no se rezaga ni busca escabullirse ante el deber que se  le presenta, nos mira y nos asocia –de forma libre y voluntaria- a su destino particular. Porque decir que sí al Maestro, no lo olvides, es estar dispuesto a acompañarlo hasta nuestro “Jerusalén”, para corredimir a Su lado a nuestros hermanos.

  Para cada uno será distinto, en función de los planes que el Señor haya dispuesto; pero para todos será ese lugar o circunstancia, específicos, donde llevaremos a cabo los designios de Dios. Y eso no sólo lo haremos dando testimonio de nuestro mensaje –que también- sino haciendo de la letra, obras; y dando ejemplo con los hechos, de la coherencia de nuestra fe. Pero el Señor jamás engaña a los suyos y, por ello, les describe el horror que está próximo a suceder. Quiere que sean conscientes –y que lo seamos nosotros- porque a todos nos va a pedir que seamos fieles en los momentos de tribulación. Que estemos unidos cómo Iglesia, porque es en la Iglesia donde el Paráclito ha infundido su Gracia, y anima nuestra voluntad.

  Les pide que confíen en Él, cuando parezca que no hay motivo para hacerlo; y que descansen en la esperanza de la Resurrección, que tantas veces les ha prometido. Fijaros que en estos momentos, no hay tanta diferencia entre aquellos primeros y nosotros. Ya que ellos creyeron la Palabra hablada, y nosotros creemos  la Palabra escrita; porque para ambos la Divinidad estaba por descubrir, en un “fiat” sin condiciones. Hoy, como ayer, Jesús nos mira a los ojos –en el silencio de la oración y el Sagrario- y nos pregunta otra vez si estamos dispuestos a ser sus discípulos. A compartir sus momentos –buenos y malos- y a tomar el relevo de los apóstoles, para transmitir al mundo, con nuestra vida, Su realidad divina y humana. Asumiendo como propias todas las dificultades que, por hacerlo, nos podemos encontrar.

  Lo que ocurre es que como nos advierte el Señor en innumerables ocasiones, solamente con la recepción del Espíritu Santo podremos tener la fuerza necesaria y suficiente para responder afirmativamente a nuestra misión. Sólo con Él podremos ser sus testigos y permanecer fieles a sus preceptos. Pero el Maestro va más allá y les indica que beber el Cáliz es también estar dispuesto a servir a los demás y a entregar la vida, por la felicidad de los que nos rodean. Y tal vez el Señor no nos pida nunca grandes sacrificios, sino esas pequeñas y generosas entregas, que sólo serán perceptibles para Él: ese vencer nuestro cansancio, para descansar a los demás. Esa sonrisa, que facilita y alegra la convivencia y es independiente del estado de ánimo. Esa paciencia, que no pierde la paz ante circunstancias adversas. Ese buen humor, que ayuda a nuestros hermanos y quita yerro a las situaciones difíciles y complicadas. Y sobre todo, este estar pendiente del sufrimiento de cualqiera, que nunca pueden sernos indiferentes.


  Ser discípulo de Cristo es trabajar y ocuparse, no sólo del bien propio, sino del ajeno. Porque todo lo ajeno, por el Bautismo, ha pasado a ser propio. Así nos lo demostró el Señor, al asumir nuestro pecado y pagar por él; Él, que no tenía pecado. Jesús no puede ser más claro; ni hablarnos con más franqueza. Necesita gente dispuesta a seguirle, hasta los mismos pies del Calvario. Necesita personas valientes y dispuestas a hacer de su día a día –sin miedo ni vergüenzas- la manifestación del camino que nos lleva a la Redención. ¿Eres uno de ellos?