Evangelio según San Marcos 10,28-31.
Pedro le dijo a Jesús: "Tú sabes que nosotros lo
hemos dejado todo y te hemos seguido".
Jesús respondió: "Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia,
desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y, campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna.
Muchos de los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros".
Jesús respondió: "Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia,
desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y, campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna.
Muchos de los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros".
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Marcos, vemos con san Pedro le pregunta al Señor sobre la
recompensa que tendrán aquellos que le han seguido, y que han permanecido
fieles a su llamada. Y Jesús le responde que, ante todo, seguirle significa
ponerle en el centro de sus vidas; hacer que el Evangelio sea el camino que
guíe sus pasos; y que sus hermanos sean su mayor prioridad. Ser cristiano, les asegura
el Maestro, es haber encontrado el significado de la existencia y darla a
conocer. Pero sobre todo, haber descubierto el sentido del dolor, el sacrificio
y la muerte en Cristo, y haber vencido la angustia, el miedo y el terror. Es
comprobar que todo pertenece al plan divino de la salvación y aprender, por
ello, a descansar en la Providencia. Ese es el camino que conduce, sin ninguna
duda, a la alegría cristiana que tanto sorprendió –y sigue sorprendiendo- a los
paganos de todas las épocas; esa actitud interior de esperanza, que no se
pierde ni tan siquiera en la tribulación.
Recibir el
Bautismo es pertenecer a la familia de Cristo; ser sus hermanos y en Él,
hacernos hermanos de la Humanidad. Por eso cada uno de aquellos que caminan a
nuestro lado, deben ser para nosotros objeto de cariño, respeto y deferencia. Para
los que hemos aceptado a Dios en nuestra vida –y nos hemos comprometido con Él-
nadie puede sernos indiferente, porque todos llevan el sello de Dios en su
interior. Debemos abrir las puertas de nuestro “yo”, para que se complementen
en un “nosotros”. Y así entendemos que lo que hemos dado –el amor- multiplica
por cien lo que se entregó. Es difícil expresar con palabras, lo que el Señor nos
asegura que disfrutaremos en esta tierra, cuando perdamos el miedo a abrir
nuestra alma a su Palabra; ya que ese gozo, que aquí comienza, será pletórico
en el Cielo. Y aunque es una manera muy imperfecta de explicarlo, tal vez os
sirva el ejemplo de ese amor incondicional que sentimos los padres por nuestros
hijos, o los abuelos por nuestros nietos, a los que amamos –aunque parezca
imposible- por igual. Y cuando uno cree que ya no puede querer más, llega otro
pequeño y le demuestra que estaba equivocado. Multiplicándose las alegrías con cada
nuevo miembro de la prole.
Pues Jesús habla de ese contento a los suyos,
que es fruto del querer. Ya que unirse a su Persona es decidirse por los demás,
con el olvido de uno mismo. Comenzando por nuestro prójimo que, como bien dice
la palabra, es el que tenemos más cerca: esposos, hijos, padres, hermanos,
amigos, vecinos…cualquiera que se cruce en nuestro camino y al que debemos
acercar a Dios, compartiendo nuestra fe en el respeto de su libertad. Porque
resulta que a partir de nuestro sí, nuestra vida ya no es nuestra, sino que
está en función de la voluntad de Dios; y lo primero que Dios quiere, es que
todos los hombres se salven y lleguen a alcanzar la Redención.
Y aunque es
cierto que muchos podríais decirme que, queramos o no, los deseos divinos se
cumplen, porque la realidad escapa a nuestro querer, la diferencia entre el
creyente y el que no lo es, estriba en que el primero lo asume como una
decisión personal, en la que entrega al Señor su disponibilidad. No recrimina
ni se rebela, sino que se esfuerza por mejorar la situación, con todos los
medios humanos que tiene a su alcance; mientras ruega al Señor para que le
conceda lo que más le convenga, sin olvidar que no hay mayor bien, que la Gloria
eterna. Pero si no es así, y debe enfrentarse a la dura prueba, tiene el
convencimiento de que Dios sabe más, y acepta con alegría su voluntad.
Por eso,
aquellos que sufrieron las persecuciones, el martirio y la muerte en el Circo
Romano, llegaron cantando y alabando al Señor. Primero, para agradecer que se
les había enviado la fuerza del Paráclito; y habían podido ser fieles a Dios y
ejemplo para sus hermanos. Y después, porque habían sabido encontrar la luz,
que iluminaba el camino de la vida eterna: Jesucristo. De ahí que ser cristiano
sea mucho más que pertenecer a una comunidad, ser creyente o practicar un culto
determinado. Ser cristiano es ser hijo de Dios en Cristo y estar injertados en
el Señor, como Iglesia. Participando de la vida divina que comienza en esta
tierra, y perdura para siempre en el Cielo.
Ser cristiano es encontrar el “porqué” al sufrimiento; entender que la
muerte es sólo un paso y que la dificultad es el “cómo” podemos alcanzar la
Gloria. Es descubrir en el Hijo, el gozo que nos envía el Padre, a través del Espíritu.
Sí; decir que sí merece la pena, ayer, hoy, mañana y siempre.