30 de abril de 2015

¡Qué tranquilidad tan grande!

Evangelio según San Juan 13,16-20. 


Después de haber lavado los pies a los discípulos, Jesús les dijo:
"Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía.
Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican.
No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí.
Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy.
Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Juan, podemos comprobar cómo Jesús –a través de sus obras- reafirma y explicita sus palabras. El Maestro ha desgranado muchas veces, lo que espera el Padre de sus hijos; y ha hecho hincapié en todas aquellas características que deben ser propias y distintivas de sus discípulos. Pero ahora, y para que no hayan dudas, el Señor las hace realidad humillándose delante de los suyos; lavándoles los pies, en una tarea propia de los esclavos de la casa. Y si Él, el Hijo de Dios, es capaz de semejante hazaña, nosotros –pobres mortales- debemos estar dispuestos a olvidar nuestro estúpido “yo”, por el bienestar de un “nosotros”. Jesús nos habla, no de una postura temporal y de efecto –a la que nos tienen muy acostumbrados nuestros políticos- sino de esa actitud que nace de un corazón enamorado y entregado a la misión divina –y de la que hemos tenido grandes ejemplos, en la historia de la Iglesia-.

  No podemos olvidar que el cometido que el Padre le dio a Cristo, fue que entregara hasta la última gota de su Sangre, para salvar a la Humanidad. Una Humanidad que, desde el principio de los tiempos, ha desobedecido y se ha rebelado contra su Dios. Pues bien, si nosotros por el Bautismo hemos sido hechos uno con  Jesús, y elevados a la condición de hijos de Dios en Cristo, tenemos –a partir de ese momento- que cargar con nuestra cruz y asumir, por amor, que hemos nacido para servir y contribuir a que -nosotros los primeros y con nosotros los demás- alcancemos la verdadera Felicidad; que se encuentra al lado del Señor.

  El Maestro, en aquel gesto que como todos los suyos estaba cargado de simbolismos, expresó de modo sencillo que los cristianos hemos venido a servir, y no a ser servidos. Porque cualquier trabajo, ocupación y hasta el propio ocio, deben estar impregnados de la voluntad personal de ser útiles a los planes de Dios. Y como bien nos indica el propio Jesús, su misión consistió en darse –sin reservarse nada- para la Redención del género humano. Les habla claro a todos aquellos –sobre todo con los hechos- que conformarán la Iglesia; para que aprendan, y aprendamos, que la entrega humilde a los demás es lo que nos hará semejantes a nuestro Maestro. Que no hay nadie más fuerte ni más recio, que aquel que sabe dominar su orgullo, su soberbia y su egoísmo para entregárselos a Dios. Ya que solamente generando virtudes, seremos capaces de cumplir los deseos del Padre, que tan bien nos ha explicado el Hijo: el servicio desinteresado a los demás que, inexorablemente, exigirá sacrificio personal.

  Jesús nos insiste en que, sólo así, seremos capaces de alcanzar la verdadera Felicidad. Felicidad que es una puerta que siempre se abre hacia afuera, y que si queremos hacerlo hacia adentro, impulsándola hacia nosotros mismos, romperá las bisagras y dejará de cumplir su función. Porque no hay otra manera de alcanzar la paz interior, que alejar de nosotros todos aquellos elementos que fomentan la guerra en nuestro corazón: la ambición, los deseos de predominio, el menos precio… Cristo nos llama al amor; pero a un amor de verdad, al que no le importa perder, si con eso ayuda a ganar.


  Vemos también en el texto, cómo el Señor les anuncia de antemano a los suyos que uno de ellos le va a traicionar. Quiere que, cuando eso ocurra, ellos comprendan que nada de lo que va a suceder, le coge al Señor por sorpresa. Sino que es la entrega libre de su Persona, a la voluntad del Padre, para la salvación de los hombres. Y aquí vuelve a repetir, para coronar lo que les ha dicho, la expresión de “Yo Soy” que, como bien sabéis, deja entrever su condición divina. Ya que ese era el Nombre con el que Dios se reveló a Moisés, durante el éxodo del Pueblo judío. En ese “Yo Soy”, tanto el Padre como el Hijo, expresan su fidelidad eterna en su amor y su misericordia. ¡Qué tranquilidad tan grande! Comprobar que a pesar de nuestras traiciones, Dios siempre está ahí, para rescatarnos.