25 de abril de 2015

¡Nuestro Mediador!

Evangelio según San Marcos 16,15-20. 


Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación."
El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban. 

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de Marcos, cómo el Señor –antes de su Ascensión a los cielos- condensa en unas pocas palabras la misión que da a sus Apóstoles y, consecuentemente, a su Iglesia. Les anuncia aquello que, a lo largo de su caminar terreno, ha ido manifestando a los hombres que se han acercado a su lado para oír la Verdad de la salvación: que Dios quiere que todos los hombres se salven, sin distinción de color, raza o posición. Y la necesidad que tenemos todos para acceder a esa Redención, que Cristo nos ha conseguido derramando su Sangre, de acogernos al Bautismo. Porque es a través de este Sacramento –que el propio Cristo quiso recibir para darnos testimonio con las obras, de lo que nos indicaba con sus palabras- por el que el hombre lava su pecado de origen; y el Espíritu Santo penetra en su interior. Es así como se nos infunde la Gracia en el alma, que nos permite luchar contra las tentaciones, las debilidades y los desánimos que Satanás sembrará –sin rendirse- a nuestro paso.

  Ata el Señor ambas circunstancias –la santidad y los sacramentos- porque una es consecuencia de la otra. Él se nos entrega en la vida sacramental: nos infunde la Luz y la Fuerza del Paráclito –que son indispensables para alcanzar la Gloria- en las aguas bautismales; nos perdona constantemente y de forma personal –a través del sacerdote- en la Penitencia; nos da los medios adecuados para enfrentarnos a la lucha -del día a día- y crecer en la fe, en la Confirmación; y se entrega a nosotros –para hacer vida en nuestro corazón- con un para siempre, en la Eucaristía. Para eso Jesucristo fundó su Iglesia; y para eso nos quiere formando parte de ella. Porque ese tesoro inmenso de la vida divina, que fluye para salvar a los hombres, nos espera en la Barca de Pedro para que lo recibamos en amor y libertad.

  Pero el Padre necesita –porque así lo ha querido en el misterio de su voluntad- el compromiso de todos sus hijos, para llevar a cabo los planes divinos. Cada uno de nosotros ha sido escogido, desde antes de la Creación, para ser ese altavoz que proclama al mundo, las bondades de Dios. Somos cómo esos profesores de autoescuela, que enseñan a sus alumnos que las normas y las señales de tráfico están para ser respetadas. Cierto que cuando los indicadores nos advierten que hay una curva a la derecha, nosotros podemos cogerla a la izquierda, pero tendréis que reconocer conmigo que, a parte de una estupidez sin sentido y el acto de una libertad equivocada, sería una temeridad; ya que caeríamos irremisiblemente al vacío.


  Pues bien, los Mandamientos son lo mismo: esos avisos de Dios, que nos previenen contra todo aquello que puede causarnos –a la corta o a la larga- dolor, sufrimiento y desesperación. Tenemos el manual de instrucciones, para funcionar perfectamente y alcanzar la salvación: porque la base de cada punto y cada premisa, es el amor. Cristo nos llama, a través de los miembros de su Iglesia, para que conozcamos la Verdad; ya que es la única manera de que nadie nos engañe, al vencer esa ignorancia –tanto histórica como divina- que nos deja sin argumentos ante los demás. Y nos asegura que si nuestra intención es el encuentro, recibiremos el don de la fe que nos abre las puertas del Cielo. Y con el Señor a nuestro lado, nada será imposible si descansamos en la Providencia y aceptamos su voluntad, como nuestra. Con Él no hay límites, ni miedos, ni obstáculos que no podamos vencer. Porque como bien nos indica el texto, Cristo está sentado a la derecha del Padre y es, no lo olvidéis nunca, nuestro Mediador.