Evangelio según San
Juan 6,16-21.
Al atardecer, sus discípulos bajaron a la orilla del
mar
y se embarcaron, para dirigirse a Cafarnaún, que está en la otra orilla. Ya era de noche y Jesús aún no se había reunido con ellos.
El mar estaba agitado, porque soplaba un fuerte viento.
Cuando habían remado unos cinco kilómetros, vieron a Jesús acercarse a la barca caminando sobre el agua, y tuvieron miedo.
El les dijo: "Soy yo, no teman".
Ellos quisieron subirlo a la barca, pero esta tocó tierra en seguida en el lugar adonde iban.
y se embarcaron, para dirigirse a Cafarnaún, que está en la otra orilla. Ya era de noche y Jesús aún no se había reunido con ellos.
El mar estaba agitado, porque soplaba un fuerte viento.
Cuando habían remado unos cinco kilómetros, vieron a Jesús acercarse a la barca caminando sobre el agua, y tuvieron miedo.
El les dijo: "Soy yo, no teman".
Ellos quisieron subirlo a la barca, pero esta tocó tierra en seguida en el lugar adonde iban.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Juan, como toda la Escritura Santa, está cargado de imágenes que
prefiguran todas aquellas realidades que, sin perder todas sus características históricas
y humanas, se trascienden; abriendo nuestro conocimiento a la Verdad y al
misterio de Dios.
Ante todo,
contemplamos como el escritor sagrado nos sitúa, junto a los discípulos, en la
barca que va hacia Cafarnaún. Y menciona que la tarde estaba dando paso a la
noche, y la oscuridad comenzaba a reinar a su alrededor. Son esos momentos en
los que, cuando estamos en medio de la tinieblas y no podemos dominar lo que
nos rodea, se genera en nuestro interior un sentimiento de miedo, pérdida y
recelo. Eran esas las circunstancias que vivían los apóstoles y en las que, sin
poder percibir con claridad las cosas, había comenzado a agitarse el mar porque
soplaba un fuerte viento. La intranquilidad movió sus corazones, sobre todo
porque Jesús no se encontraba entre ellos. Sabían que si el Maestro hubiera
estado en la Barca, todo habría sido distinto; ya que su sola presencia, les
hubiera llenado de paz y sosiego.
Así es nuestra
vida, cuando el Señor no forma parte de ella; y la Luz ha abandonado nuestro
firmamento. Es entonces cuando la noche del pecado oscurece el horizonte y,
perdiendo la ruta, somos incapaces de alcanzar nuestro destino. Pero el
Maestro, que nos ha prometido que estará con nosotros hasta el fin de los
tiempos, acude en ayuda de la Barca de Pedro que, como Iglesia, reúne en su
interior a todos los cristianos. Y el Señor lo hace de una forma sobrenatural –andando
sobre las aguas- como señal inequívoca de que todo es posible, si contamos con
Dios. Por eso no puede extrañarnos, que Jesús haya dejado su poder salvífico,
en el tesoro de los Sacramentos. Aquel que domina el mar, la tierra y el aire,
puede quedarse, si quiere, en un trocito de Pan.
Eso es
solamente el principio, ya que después los hombres podrán comprobar hasta dónde
es capaz de llegar Dios en su magnificencia y en su amor por el género humano.
Hoy, en el lago, domina las aguas y camina sobre ellas; mañana, vencerá a la
propia muerte y en su dolor, ganará para nosotros la Vida eterna. En este
hecho, que está sucediendo ante los ojos de aquellos que están atemorizados, el
Señor refleja su poder y quiere que comprendan que, todo lo que suceda, será
fruto de su entrega y de su voluntad.
Porque así como
Moisés fue capaz de separar las aguas, encomendándose a la potestad de Dios,
para que pasaran los israelitas y escaparan del ejército del faraón, el Hijo es
capaz de andar sobre ellas, con el dominio que le confiere su propia divinidad.
Nadie está por encima de Jesús, que es el Verbo encarnado; y por ello se define
ante los suyos como: “soy Yo”; evocando aquel: “Yo soy”, con el que Dios reveló
su nombre a Moisés.
Cada letra,
cada palabra del Nuevo Testamento, pone de manifiesto que Jesucristo es la
culminación de todos los tiempos. Que las promesas han dado paso a las
realidades; y que, por ello, se ha terminado el tiempo del temor. Siempre que
el Señor se acerca a los suyos –que somos todos los bautizados que navegamos
por el mar de la vida- nos insta a no tener miedo y a adquirir ese valor, que es
propio y característico de los hijos de Dios, que han recibido la Gracia del Paráclito.
Cada día, en el mundo, muchos hermanos nuestros dan testimonio de su fe,
entregando la propia vida; ellos deben ser ejemplo y acicate, para no flaquear
en las pruebas y en las tribulaciones que nos pone el diablo, para hacernos
perder la esperanza.
Cristo se
acerca a nosotros, por amor, para asistirnos a lo largo de los siglos. Y cuando
más oscuro esté, y más fuerte sople el viento de la tentación, más debemos
abrir los ojos del alma para buscar, y encontrar, la silueta del Maestro que
nos espera en la vida sacramental. Él es nuestro puerto seguro; Aquel que guía
la nave, hasta nuestro “Cafarnaún”.