18 de abril de 2015

¡Nuestro Cafarnaún!

Evangelio según San Juan 6,16-21. 


Al atardecer, sus discípulos bajaron a la orilla del mar
y se embarcaron, para dirigirse a Cafarnaún, que está en la otra orilla. Ya era de noche y Jesús aún no se había reunido con ellos.
El mar estaba agitado, porque soplaba un fuerte viento.
Cuando habían remado unos cinco kilómetros, vieron a Jesús acercarse a la barca caminando sobre el agua, y tuvieron miedo.
El les dijo: "Soy yo, no teman".
Ellos quisieron subirlo a la barca, pero esta tocó tierra en seguida en el lugar adonde iban. 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan, como toda la Escritura Santa, está cargado de imágenes que prefiguran todas aquellas realidades que, sin perder todas sus características históricas y humanas, se trascienden; abriendo nuestro conocimiento a la Verdad y al misterio de Dios.

  Ante todo, contemplamos como el escritor sagrado nos sitúa, junto a los discípulos, en la barca que va hacia Cafarnaún. Y menciona que la tarde estaba dando paso a la noche, y la oscuridad comenzaba a reinar a su alrededor. Son esos momentos en los que, cuando estamos en medio de la tinieblas y no podemos dominar lo que nos rodea, se genera en nuestro interior un sentimiento de miedo, pérdida y recelo. Eran esas las circunstancias que vivían los apóstoles y en las que, sin poder percibir con claridad las cosas, había comenzado a agitarse el mar porque soplaba un fuerte viento. La intranquilidad movió sus corazones, sobre todo porque Jesús no se encontraba entre ellos. Sabían que si el Maestro hubiera estado en la Barca, todo habría sido distinto; ya que su sola presencia, les hubiera llenado de paz y sosiego.

  Así es nuestra vida, cuando el Señor no forma parte de ella; y la Luz ha abandonado nuestro firmamento. Es entonces cuando la noche del pecado oscurece el horizonte y, perdiendo la ruta, somos incapaces de alcanzar nuestro destino. Pero el Maestro, que nos ha prometido que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos, acude en ayuda de la Barca de Pedro que, como Iglesia, reúne en su interior a todos los cristianos. Y el Señor lo hace de una forma sobrenatural –andando sobre las aguas- como señal inequívoca de que todo es posible, si contamos con Dios. Por eso no puede extrañarnos, que Jesús haya dejado su poder salvífico, en el tesoro de los Sacramentos. Aquel que domina el mar, la tierra y el aire, puede quedarse, si quiere, en un trocito de Pan.

  Eso es solamente el principio, ya que después los hombres podrán comprobar hasta dónde es capaz de llegar Dios en su magnificencia y en su amor por el género humano. Hoy, en el lago, domina las aguas y camina sobre ellas; mañana, vencerá a la propia muerte y en su dolor, ganará para nosotros la Vida eterna. En este hecho, que está sucediendo ante los ojos de aquellos que están atemorizados, el Señor refleja su poder y quiere que comprendan que, todo lo que suceda, será fruto de su entrega y de su voluntad.

  Porque así como Moisés fue capaz de separar las aguas, encomendándose a la potestad de Dios, para que pasaran los israelitas y escaparan del ejército del faraón, el Hijo es capaz de andar sobre ellas, con el dominio que le confiere su propia divinidad. Nadie está por encima de Jesús, que es el Verbo encarnado; y por ello se define ante los suyos como: “soy Yo”; evocando aquel: “Yo soy”, con el que Dios reveló su nombre a Moisés.

  Cada letra, cada palabra del Nuevo Testamento, pone de manifiesto que Jesucristo es la culminación de todos los tiempos. Que las promesas han dado paso a las realidades; y que, por ello, se ha terminado el tiempo del temor. Siempre que el Señor se acerca a los suyos –que somos todos los bautizados que navegamos por el mar de la vida- nos insta a no tener miedo y a adquirir ese valor, que es propio y característico de los hijos de Dios, que han recibido la Gracia del Paráclito. Cada día, en el mundo, muchos hermanos nuestros dan testimonio de su fe, entregando la propia vida; ellos deben ser ejemplo y acicate, para no flaquear en las pruebas y en las tribulaciones que nos pone el diablo, para hacernos perder la esperanza.


  Cristo se acerca a nosotros, por amor, para asistirnos a lo largo de los siglos. Y cuando más oscuro esté, y más fuerte sople el viento de la tentación, más debemos abrir los ojos del alma para buscar, y encontrar, la silueta del Maestro que nos espera en la vida sacramental. Él es nuestro puerto seguro; Aquel que guía la nave, hasta nuestro “Cafarnaún”.