6 de abril de 2015

¡No tengamos miedo!

Evangelio según San Mateo 28,8-15. 


Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: "Alégrense". Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él.
Y Jesús les dijo: "No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán".
Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido.
Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero,
con esta consigna: "Digan así: 'Sus discípulos vinieron durante la noche y robaron su cuerpo, mientras dormíamos'.
Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a ustedes cualquier contratiempo".
Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna. Esta versión se ha difundido entre los judíos hasta el día de hoy. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo descubrimos, no sólo unos puntos de meditación muy interesantes, sino aquellas aclaraciones y argumentos que iluminan las mentiras, con las que el diablo oscureció el hecho más grande, trascendente y vital, que ha tenido lugar en toda la historia de la Humanidad: la Resurrección de Jesucristo.  Porque hasta aquellos que la negaron y que hicieron correr el bulo de un robo sin sentido, han demostrado con ello que, porque no podían justificar el motivo de una tumba que estaba vacía, recurrieron a lo que consideraron la explicación más creíble.

  Lo que ocurre, es que el propio sentido común desmonta esta teoría. Teoría que -dentro de lo absurdo de pensar que ninguno de los guardias pudo oír en el silencio de la noche, el ruido que provocó el movimiento de la pesada piedra que cerraba la entrada del sepulcro- sería factible si a aquellos primeros discípulos, por ser fieles a la doctrina y propagar el nombre de Cristo vivo y resucitado, les hubieran dado dinero, honor o gloria. Pero no fue así; sino todo lo contrario. Recibieron sólo dolor, sufrimiento, deshonra y martirio. Pero es que el Señor quiso que aquella Iglesia naciente, se fortaleciera en la aflicción; porque esas persecuciones que padecieron, fueron la criba que permitió a los qué permanecieron fieles en sus filas, formar las recias columnas que sostuvieron en el tiempo, al Nuevo Pueblo de Dios. Ellos regaron la tierra con su sangre, para que la semilla creciera y se convirtiera en el Árbol de la Vida; Aquel, donde todos encontramos cobijo, la Sabia y el Alimento.

  Este infundio, que salió del cerrajón de unos hombres a la Gracia del Paráclito, nos demuestra que, como dice san Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. No importa lo grande que sea el milagro, ni los muchos beneficios que recibamos, si nosotros no queremos ver la realidad, porque tenemos los ojos cerrados, nadie podrá convencernos de lo contrario. Es la voluntad, que confía en la Palabra recibida, la que decide abrir los párpados y contemplar lo que, a todas luces, sucede. Lo que ocurrió, es que no pudieron admitir entonces, lo que habían estado negando sistemáticamente; ni reconocer su error, que había llevado al Hijo de Dios encarnado, a la Cruz. Por eso, cómo hacemos habitualmente, es más fácil -al no encontrar respuestas  a las preguntas que comprometen toda una vida- esbozar una mentira y, a copia de repetirla, acabar creyéndola.

  Esa ha sido la trayectoria, de los hombres que han apartado a Dios de su vida. Han dado argumentos tan dispares y variopintos, cómo han sido el hablar de unos hechos que carecen de Hacedor; de una creación, sin Creador; o de una ley impresa en la naturaleza, sin Legislador. Han acabado subsistiendo entre el sinsentido y el absurdo; erigiéndose en dueños y señores de sí mismos, mientras esgrimen la bandera del orgullo. Pero todo esto se mantiene, hasta que llega el final. ¡Reconócelo!  Es en ese momento, en el que el hombre descubre que está hecho para vivir y que no quiere morir. Es allí donde el alma recuerda a su dueño, que lo inerte sólo cobra vida en la fe en Jesucristo. Y tal vez entonces, si somos capaces de afligirnos ante una existencia perdida, el Señor venga a nuestro encuentro, para que participemos de esa Resurrección que fue fruto del amor, de la entrega y del sacrificio.

  Los Evangelios han coincidido en mostrar, cómo Jesús quiso aparecerse antes que a nadie, a aquellas mujeres cuya fidelidad y entrega fue mayor -y más recia- que la que mostraron muchos de los hombres que caminaron a su lado. No me extraña nada que el propio Dios eligiera-antes de todos los tiempos- para llevar a cabo la Redención, a una de ellas: a la Llena de Gracia; a María Santísima. Porque todas siguieron al Maestro en su Pasión; lo acompañaron en su Muerte y, ahora, Lo gozan en su Resurrección. Ese es el camino que deben seguir todos los discípulos de Cristo; camino que para encontrar la verdadera felicidad, pasa inexorablemente por asumir el dolor, con amor.   


  Jesús sale a su encuentro; porque a pesar de que a las féminas no las tenía en cuenta la sociedad de su tiempo, el Señor las tiene presentes en su Corazón y les da un puesto relevante en la historia de la salvación. Él valora las almas sencillas, generosas y humildes, sin importarle si son hombres o mujeres. Por eso las insta a no tener miedo y que, con valor, propaguen al mundo lo que han contemplado: Que Jesús, que es el Bien por excelencia, y como tal se disfruta en la intimidad del corazón, es también el regalo mejor que podemos ofrecer a todos aquellos a los que amamos de verdad. No hay nada mejor, ni más valioso, que dar el sentido, la luz y las respuestas, a las oscuras preguntas que se hace el hombre sobre la muerte. Cristo las responde con su Persona, con su Resurrección. Ya no hay miedo, ni angustia hacia lo desconocido; porque el Señor nos brinda la posibilidad –a través de la fe y las buenas obras- de conocer lo que nos espera, a través de la inspiración del Paráclito, en la Iglesia Santa. ¡No tengamos miedo! Y demos la Buena Noticia a todos nuestros hermanos.