21 de abril de 2015

¡No estoy dispuesta a hacerlo!

Evangelio según San Juan 6,30-35. 


La gente dijo a Jesús: "¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas?
Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo".
Jesús respondió: "Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo;
porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo".
Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan".
Jesús les respondió: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed. 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan, comienza con una pregunta que los hombres repetimos constantemente al Hijo de Dios, a lo largo de los siglos. Porque cada uno de nosotros busca una evidencia que, sin ningún género de dudas, nos haga creer. Queremos creer en un Dios, que no genere dudas, que no nos haga pensar. Que no nos obligue a buscarle en los caminos de la historia, y que no nos exija un esfuerzo intelectual. Que no nos complique la existencia con normas que consideramos pasadas de moda, y que afectan a nuestra –mal considerada- libertad. Queremos un Dios permisivo, que se adapte a nuestros gustos y necesidades; que no nos castigue por nuestras faltas y, a la vez, que no perdone a aquellos que nos quieren mal. Que nos dé una vida regalada; sin dolor ni sufrimiento. Un Dios bueno, pero no justo; porque si fuera justo, muchas veces consideraríamos que no es bueno.

  En realidad, cada uno quiere un Dios que se acople a sus necesidades personales; y, por ello, para unos será un banquero que solventa problemas económicos; para otros, un médico, que devuelve la salud; para muchos, un juez que castiga y reparte, sin darnos cuenta que para todo ello, debería coartar la libertad de todos los hombres. Porque tendría que impedir, costara lo que costara, los actos de orgullo, soberbia, egoísmo, lascivia, y violencia que forman parte de nuestra naturaleza humana. En realidad le pedimos a Dios que para que todo vaya bien, termine con el libre albedrío de las personas; cuando en todas las épocas de la historia, hasta de la más antigua, el hombre ha luchado por defender ese derecho, que forma parte de su realidad.

  El que ama sabe bien, que quiere ser escogido cada día por el amado. Que desea ser el fruto de una elección amorosa, que ha descartado otras muchas –y buenas- opciones. Podemos equivocarnos, con todo lo que ello representa, porque es un derecho que Dios nos ha dado y que forma parte de nuestra identidad; de esa imagen divina que nos da nuestra más alta dignidad. Nadie más en este mundo es capaz de renunciar a sus instintos, para determinarse a través de su voluntad. Somos los únicos que podemos vencernos y decidir si hacer las cosas bien, o por el contrario, hacerlas mal. Porque somos los únicos que a través de nuestras acciones meritorias, labramos nuestro destino.

  Así es nuestro Dios; que nos ama con tanta pasión que no está dispuesto a forzar decisiones, para lograr consentimientos. Y con sus palabras, Jesús nos llama a buscar al Padre con ahínco, en todas las cosas de la vida. Porque todas las cosas de la vida, por el hecho de ser creadas, manifiestan –en parte- el poder de Dios. Pero nos insta a buscar con el corazón abierto, dispuestos a encontrar. Y en el encuentro, ser capaces de aceptar y responsabilizarnos con lo hallado. Porque todos los caminos de la tierra, conducen a Jesucristo, Nuestro Señor. ¡Y ahí radica el problema! Ya que el Maestro no nos habla de una religión “light”; de una filosofía panteísta, que transmite una paz relativa y momentánea, con la huída de este mundo y el desapego de la materialidad de la persona. Cristo nos exige el compromiso de la renuncia de nuestros propios deseos, para cambiar este mundo y elevarlo a su Gloria. Nos llama a formar parte de las estructuras de la sociedad y de ser cristianos, en su propia entraña. Porque el entramado social está formado por personas, y el Maestro nos urge a cambiar sus corazones. Nos habla de poner a Dios, en la cima de todas las aspiraciones; ya que esa es la única manera, de dar a nuestros hermanos lo que les corresponde.


  Nos descubre el Señor que somos Iglesia –con sus defectos y virtudes- y que en Ella encontramos la salvación dada a los hombres, a través de una vida sacramental que asumimos en la libertad de los hijos de Dios. Y nos abre al misterio más grande; al tesoro más buscado; a la donación del propio Dios al ser humano: al Pan de Vida. Ese Jesús Nazareno, que como la encarnación del Verbo ha venido a redimirnos a todos, se ha quedado entre nosotros –en la forma Eucarística- hasta el fin de los tiempos. Él sacia nuestra hambre y calma nuestra sed. Él termina con la búsqueda y responde a nuestras preguntas. Él da sentido a todo, y todo se ilumina con su Palabra. Ese es Nuestro Dios; no el que forjamos con nuestros deseos, sino el que nos forja a nosotros en cada intención, en cada renuncia y en cada aceptación. El que nos enseña, nos corrige y nos guía. El que, clavado en una cruz por amor a los hombres, nos revela el verdadero sentido del dolor. Si queréis, podemos seguir preguntándole al Señor porqué hemos de creer en Él; pero a mí me parece que hacerlo, es ignorar todas las respuestas. Y yo, no estoy dispuesta a hacerlo.