20 de abril de 2015

¡La Puerta cerrada!

Evangelio según San Juan 6,22-29. 


Después de que Jesús alimentó a unos cinco mil hombres, sus discípulos lo vieron caminando sobre el agua. Al día siguiente, la multitud que se había quedado en la otra orilla vio que Jesús no había subido con sus discípulos en la única barca que había allí, sino que ellos habían partido solos.
Mientras tanto, unas barcas de Tiberíades atracaron cerca del lugar donde habían comido el pan, después que el Señor pronunció la acción de gracias.
Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.
Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo llegaste?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse.
Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello".
Ellos le preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?".
Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio, san Juan nos confirma dos de los grandes milagros que Jesús ha hecho, y que han sido transmitidos también por los sinópticos: el de la multiplicación del pan y los peces; y cuando el Señor se acercó a los suyos, caminando sobre las aguas. Ambos hechos, y como es muy lógico, corrieron como la pólvora entre los habitantes de Cafarnaún; por lo que muchos de ellos  buscaban a Cristo sin descanso. Unos habían sido testigos de lo acaecido; y otros creían firmemente en lo que les contaban sus vecinos y amigos. Hoy, a pesar del tiempo transcurrido, sigue ocurriendo lo mismo: escuchamos la Palabra donde, todos aquellos que han participado del día a día del Maestro, nos han querido dejar plasmado su mensaje y, sobre todo, sus vivencias. La realidad de Jesús, tan humana como divina, que ha traído la salvación a los hombres y con ello, la alegría.

  Nos dice el texto que, cuando la multitud vio que el Señor no estaba en la barca, partieron hacia la ciudad para ver si lo encontraban. No les importó la distancia, ni el tiempo, ni el desánimo; porque sabían que a su lado la vida cobraba sentido y necesitaban volver a encontrarlo, para compartir con Él los proyectos, las ilusiones, los problemas y las dificultades. Ya que cada palabra que surgía de la boca del Maestro, les abría una luz que iluminaba su destino.

  Todos hemos de tomar ejemplo de aquellos primeros, que no cedieron ante el esfuerzo que implicaba ser discípulo de Nuestro Señor. Porque ante lo que había por ganar: la Vida eterna, cualquier pérdida podía ser asumida. Y como siempre ocurre, ante nuestro afán y empeño, Jesús sale a nuestro encuentro. Cuántas veces parece que, como nos cuenta el texto, el Maestro se esconda. Pero no os equivoquéis si eso sucede; y, ni mucho menos, desfallezcáis. Ya que el Hijo de Dios espera que, ante este hecho, cada uno de nosotros intensifique su búsqueda. Él valora esa actitud, fruto del amor, que no se rinde ante los obstáculos y es capaz de asumir las pruebas más difíciles.

  Es en ese momento, cuando Jesús nos habla de la importancia que tiene para la vida espiritual del ser humano, recibir con asiduidad el alimento eucarístico. De meditar e interiorizar su Palabra; y de hacer de la fe, el eje de nuestra vida. Él nos trae, como ya nos prometió la Escritura, los bienes mesiánicos que inundan el alma de Gracia, paz y sosiego. En Él se cumple la imagen de ese maná, que sostuvo a los judíos en su éxodo por el desierto, cuando iban al encuentro de la tierra prometida.


  Seguimos caminando sin descanso –cada uno de los bautizados- para poder alcanzar ese Cielo, donde Dios nos espera. Y como sucedió entonces, necesitamos el Pan de Vida, para no perderla. Sólo haciéndonos uno con Cristo, en lo más profundo de nuestro corazón, conseguiremos ser fieles a nuestro compromiso. A esa alianza que, en su Cuerpo y en su Sangre, sellamos y la hacemos nuestra para toda la eternidad. Parece mentira, como nos dice el Señor, que seamos capaces de poner todo nuestro trabajo y nuestro esfuerzo en todas aquellas cosas perecederas que, de hoy para mañana, pueden desaparecer. Y, sin embargo, no nos paramos a valorar los medios que necesitamos para poder llevar a cabo las obras de Dios. Es el propio Jesús el que nos desvela el secreto, ante tanta estupidez y vaciedad: hemos de creer en Él. Porque haciéndolo, todas nuestras obras estarán impregnadas de Su fuerza y Su valor. Pero sólo seremos capaces de hacerlo, si primero le conocemos bien; le escuchamos, le seguimos y le amamos. Él es la Puerta que nos abre a la Redención; y yo me pregunto si es de ser muy inteligente, seguir manteniéndola cerrada.