6 de abril de 2015

¡La Cruz: única respuesta!

7. LA CRUZ: LA ÚNICA RESPUESTA.


   El sufrimiento, no podemos decirlo de otra manera, es probar el mal. Pero Cristo ha hecho de él la base más sólida del bien definitivo, del bien de la salvación eterna.  En la Cruz, Él con su sufrimiento tocó las entrañas mismas del mal: las del pecado y las de la muerte. Venció al artífice del mal, Satanás, y su rebelión permanente contra el Creador, a través de sus criaturas; por eso, ante el hermano o la hermana que sufre, Cristo despliega gradualmente, como Él hace las cosas, los horizontes del Reino de Dios. De un mundo convertido al Creador, liberado del pecado que se ha edificado sobre el poder salvador del amor.

   Nos lo recuerda Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Dives in misericordia”, punto 8 a, capítulo V, página146:

   “La Cruz de Cristo en el Calvario es asimismo testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios, contra aquél que, único entre los hijos de los hombres, era por su naturaleza absolutamente inocente y libre de pecado, y cuya venida al mundo estuvo exenta de la desobediencia de Adán y de la herencia del pecado original. Y he aquí que,  precisamente en Él, en Cristo, se hace justicia del pecado a precio de su sacrificio, de su obediencia “hasta la muerte” (Flp2,8). Al que estaba sin pecado “Dios lo hizo pecado a favor nuestro” (2 Cor 5,21) Se hace también justicia de la muerte que, desde los comienzos de la historia del hombre, se había aliado con el pecado. Este hacer justicia de la muerte  se lleva a cabo bajo el precio de la muerte del que estaba sin pecado y del único que podía –mediante la propia muerte- infligir la muerte a la misma muerte. De este modo la Cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consustancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: el encuentro del pecado y de la muerte”


   Por eso, cuando el hombre se pregunta sobre el sentido del sufrimiento y busca una respuesta a nivel humano, siempre queda sin contestar. Pero cuando alza los ojos a Dios, inquiriéndole, Aquel al que hacemos la pregunta nos responde desde la Cruz, desde el centro de su propio sufrimiento, y el hombre percibe su respuesta a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo. Porque el Señor, en el Evangelio, no explica las razones del dolor sino que, ante el que le pregunta, le anima a que se una a su Cruz, revelándole su significado , cuando es elevado con Jesucristo a su sentido redentor.

   Nos lo recuerda Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Dives in misericordia”, punto 8b, capítulo V, página147:

   “La Cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la sinagoga de Nazaret... En el misterio pascual es superado el límite del mal múltiple, del que se hace partícipe el hombre en su existencia terrena: la Cruz de Cristo, en efecto, nos hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en la muerte y así la cruz se convierte en un signo escatológico. Solamente en el cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el amor vencerá en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal, dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico está encerrado ya en la cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo “ha resucitado al tercer día” (1 Cor 15,4) constituye el signo final de la misión mesiánica, signo que corona la entera revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal”


   Y es en ese momento, cuando el hombre supera el sentido de inutilidad, de escándalo, del sufrimiento y es capaz de convertirlo hasta en fuente de alegría, al saberse elevado por él a la categoría de hijo de Dios y heredero del Reino. No cabe duda, de ello tenemos numerosos ejemplos, que el descubrimiento del sentido del dolor a través de la fe, del sentido salvador del sufrimiento en unión con la Cruz de Cristo, transforma esa sensación deprimente, que inunda el mundo, para convertirla en gozo del que sabe que contribuye a la obra de la Redención para la salvación suya y de sus hermanos.

   San Josemaría nos lo recuerda en el punto 249 de Surco:

   “¡Sacrificio, sacrificio! Es verdad que seguir a Jesucristo –lo ha dicho Él- es llevar la Cruz. Pero no me gusta oír a las almas que aman al Señor hablar tanto de cruces y renuncias: porque cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso –aunque cueste- y la cruz es la Santa Cruz. El alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría y paz. Entonces ¿Porqué insistir en “sacrificio” como buscando consuelo, si la Cruz de Cristo –que es tu vida- te hace feliz?”


   Es así como el sufrimiento es, y ha sido más que cualquier otra cosa, camino de gracia que ha transformado innumerables almas en un recorrido de amor desinteresado a favor de los demás hombres que sufren; ya que se podría decir que el mundo del sufrimiento, invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano, desinteresado, donde el hombre es llamado personalmente por Dios a testimoniar el amor en el sufrimiento, clamándole salir al encuentro del sufrimiento ajeno para así, ser fieles a la enseñanza de la Cruz de Cristo: hacer bien con el sufrimiento y hacer bien a quien sufre.

Nos lo recuerda Benedicto XVI en su Carta Encíclica “Spe Salvi”, punto 39, página 66:

“Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos capaces de ello? ¿El otro es tan importante como para que, por él, yo me convierta en una persona que sufre? ¿Es tan importante para mí la verdad como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan grande la promesa del amor que justifique el don de mí mismo? En la historia de la humanidad, la fe cristiana tiene precisamente el mérito de haber suscitado en el hombre, de manera nueva y más profunda, la capacidad de estos modos de sufrir que son decisivos para su humanidad. La fe cristiana nos ha enseñado que verdad, justicia y amor no son simplemente ideales, sino realidades de enorme densidad. En efecto, nos ha enseñado que Dios -la Verdad y el Amor en persona- ha querido sufrir por nosotros y con nosotros.”

Y sirvan como ejemplo, también, las palabras de santo Tomás Moro en su libro “Diálogos de la Fortaleza contra la Tribulación”, capítulo 17 del Primer Libro, página 94:

   “Por consiguiente, cuando Dios envía la tempestad quiere que los marineros se apliquen arduos a sus faenas y que hagan lo mejor que puedan para que el mar no se los trague…Y así como Dios enseña que lo hagamos por nosotros, quiere que lo hagamos también por nuestro prójimo, y que seamos compasivos unos con otros”


   La respuesta humana sobre el sentido del sufrimiento, debe ser verdaderamente sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino de la Redención del mundo, donde el hombre se encuentra a sí mismo, a su propia humanidad y dignidad en la Revelación de Cristo, como manifestación plena del hombre al propio hombre, descubriendo la sublimidad de su vocación iluminando, en Él, el enigma del dolor y la muerte.

Nos lo recuerda Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Salvifici Doloris”, punto 27 del capítulo VI, página 67:

“La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que sufre «completa lo que falta a los pa­decimientos de Cristo»; que en la dimensión espiri­tual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la Cruz del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo.”


   Por eso, cuando el hombre se abre a la fe, a través de la predicación de la Palabra, descubre en el dolor el amor de Dios hacia cada uno de nosotros, a través de esa pedagogía divina que manifiesta el amor paterno-filial al que todos hemos sido llamados a participar. Y la perspectiva del sufrimiento, escandalosa para el que no la busca en la Cruz de Cristo, se abre a la esperanza y la misericordia en la intimidad divina, con la Gracia del Espíritu Santo.

   Así nos lo recuerda santo Tomás Moro en su libro “Diálogos de la Fortaleza contra la Tribulación”, capítulo 20, página 109:

   “En primer lugar, si ponemos como seguro cimiento una fe muy firme por la que creemos ser verdad todo lo que dice la Escritura, entendiéndola de verdad como la exponen los antiguos santos doctores y como el Espíritu de Dios enseña a su Iglesia Católica, consideraremos la tribulación como un gracioso don divino, un don que de manera muy especial da a sus mejores amigos; algo que la Escritura recomienda y alaba sobremanera; cuyo contrario, la prosperidad, si se prolonga mucho, llega a ser peligroso; algo que si Dios no lo envía, los hombres, por penitencia, necesitan buscar e imponerse a sí mismos; algo que ayuda a purgar nuestros pecados pasados; que nos preserva del pecado que, de otro modo, cometeríamos; que nos hace estimar en menos las cosas mundanas; que nos estimula a acercarnos más a Dios; que disminuye en mucho nuestras penas en el purgatorio; y que aumenta sobremanera nuestro premio final en el cielo; aquello por lo que nuestro Salvador entró en su propio Reino; aquello por lo que todos los apóstoles le seguirán allá; a lo que nuestro Salvador exhorta a todos los hombres; sin lo cual, dice, no somos sus discípulos; aquello sin lo cual ningún hombre puede ir al cielo”


   Así la Cruz de Cristo –todo el conjunto del Misterio Pascual: Muerte, Resurrección y Ascensión- es la gran manifestación del Amor de Dios y su más alto acto de bondad infinita; difícil de comprender a los ojos de una lógica meramente humana, que se nutre de una filosofía hedonista y materialista, donde el placer es casi el único y principal motivo de la búsqueda de la felicidad. Pero por ello, no hay que cansarse de repetir al mundo que la única luz que puede iluminar el corazón y la mente del hombre para llegar a alcanzar la verdadera felicidad es la pedagogía de la fe, que se abre al conocimiento de Jesucristo en el encuentro de la Cruz. Y así, desde Él, desde su misterio, el dolor pasa a ser una bendición porque es la clave de la Redención. Éste es el camino, aunque pueda parecernos duro, que ha buscado y recorrido la Bondad divina y por ello, a pesar de que la lógica humana pueda decirnos lo contrario, será el adecuado para llegar a Dios, a través de la fe.

Nos lo recuerda Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Salvifici Doloris”, punto 18, capítulo IV:

“El sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la Pasión de Cristo. Y a la vez ésta ha entrado en una dimensión completamente nueva y en un orden nuevo: ha sido unida al amor, a aquel amor del que Cristo hablaba a Nicodemo, aquel amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del Sufrimiento, así como el  bien supremo de la Redención del mundo ha sido  sacado de la Cruz de Cristo, y de ella toma constantemente su arranque. La Cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan los ríos de agua viva. En ella debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante.”


   La perspectiva del dolor, ante el Misterio Pascual de Cristo, no sólo da sentido, sino que al adquirir un sentido profundo de Vida, torna al bañarnos en la sangre del Salvador en una victoria que es triunfo indiscutible sobre el pecado, el mal y la muerte. Por ello, nuestra cruz unida a la Cruz de Jesucristo se torna en Resurrección alegre y positiva en nuestro encuentro personal con Dios. Desde este momento, desde esta certeza el creyente, no sólo asume, sino que ama y desea compartir su cruz con la de su Señor.

   San Josemaría nos lo recuerda en Amigos de Dios; Oración viva, punto 310, página 425:

   “Os hablaba antes de dolores, de sufrimientos, de lágrimas. Y no me contradigo si afirmo que, para un discípulo que busque amorosamente  al Maestro es muy distinto el sabor de las tristezas, de las penas, de las aflicciones. Desaparecen en cuanto se acepta de veras la voluntad de Dios, en cuanto se cumplen con gusto sus designios, como hijos fieles, aunque los nervios den la impresión de romperse y el suplicio parezca insoportable”


   El camino del Amor  de Dios por nosotros ha sido el de la Cruz; el camino para devolver amor por Amor no puede ser otro que el de la cruz; pero tenemos que atrevernos a dar ese paso, que es radical, de conversión, con todas las consecuencias desgarradoras de nuestra debilidad humana.