8 de abril de 2015

¡Él, no falla nunca!

Os ruego que disculpéis la tardanza en colgar el Evangelio, pero hemos tenido problemas con Internet. Muchas gracias por vuestra paciencia.



Evangelio según San Lucas 24,13-35. 


Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén.
En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido.
Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos.
Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
El les dijo: "¿Qué comentaban por el camino?". Ellos se detuvieron, con el semblante triste,
y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: "¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!".
"¿Qué cosa?", les preguntó. Ellos respondieron: "Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo,
y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas.
Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro
y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo.
Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron".
Jesús les dijo: "¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!
¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?"
Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante.
Pero ellos le insistieron: "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba". El entró y se quedó con ellos.
Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio.
Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista.
Y se decían: "¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?".
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos,
y estos les dijeron: "Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!".
Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. 

COMENTARIO:

  Este relato que Lucas nos hace sobre los discípulos de Emaús, y su encuentro con Cristo, bien podría ser el descubrimiento de la fe, que hemos vivido muchos de nosotros. Aquellos hombres iban caminando hacia un lugar determinado, con el corazón dolido y el ánimo desolado. Aquel que ellos consideraban el Redentor de Israel, yacía –hacía tres días- en el sepulcro, tras ser crucificado. Habían puesto sus esperanzas en un profeta, que no había cumplido sus expectativas.

  Cuántas veces nosotros, porque las cosas no han salido como esperábamos, o nos parece que Dios no ha escuchado nuestras plegarias -dándonos prebendas muy concretas que hemos pedido- renegamos de Él, o bien, decidimos que no existe. Es como si un niño, cuando su padre se niega a darle el exquisito bombón de chocolate que exige para saciar su deseo, y que sabe que va a quitarle el apetito para degustar la cena que le conviene, decidiera cerrar sus ojos y, al no ver a su progenitor, pensara que éste no está. Pues bien, aquellos discípulos que esperaban del Señor una manifestación gloriosa desde la cruz, y que pusiera a todos en su sitio, evidenciando su Gloria; sienten que todo se ha hundido, porque Jesús ha expirado atado al madero.

  Pero el Maestro, como siempre, sale a su encuentro. Aquel que ha permitido que le cosieran con clavos sus manos y sus pies, no está dispuesto a perder un alma, para que viva la Gloria a su lado. Ayer fueron los discípulos de Emaús, hoy podemos ser tú y yo; mañana será cualquiera. Todos somos imprescindibles para el amor del Hijo de Dios que, como el Buen Pastor, no está dispuesto a renunciar a ninguna de sus ovejas. Y como también es habitual entre los hombres, ante el encuentro con el Señor, no le reconocen. Su alma está cerrada por la tristeza, que es “la aliada del enemigo”; y su mente está obcecada por los hechos vividos, sin poder trascender las situaciones. Incapaces de recordar que, para Dios, nada hay imposible.

  Aquellos discípulos, como muchas veces nos ocurre a nosotros, tenían buena disposición; pero sus razones eran solamente humanas. Tras las circunstancias y el desánimo, la vida les parecía un sinsentido porque, sin darse cuenta, habían alejado a Jesús de su interior.  Pero el Señor camina a su lado; comprende su dolor y, poco a poco, les lleva a la Escritura. A esa sabiduría humana, tan precaria, el Señor le añade la ciencia sagrada; y comienza a desgranar, para los suyos, todos los acontecimientos vividos cómo el cumplimiento de las promesas que se anunciaron en el Antiguo Testamento. Sólo la Revelación ilumina los hechos y enciende su corazón; porque esa Verdad inspirada por el Espíritu Santo a los escritores sagrados, como la historia de la salvación, cobra su sentido en la Palabra encarnada. Y aquellos que caminaban perdidos y tristes, le piden a Jesús que continúe su camino con ellos.

  Ya no es solo el Maestro el que quiere estar a su lado, sino que –al empezar a conocerle- somos nosotros los que comenzamos a necesitar, para ser felices, de su presencia. Y el Señor, sin ruidos pero abriendo la inteligencia y el corazón de los de Emaús, los convoca alrededor de la fracción del pan. Porque es ahí, en la Eucaristía Santa, donde aquellos hombres reciben la llama de la fe y comprenden, aceptan y aman… El Cuerpo de Cristo glorificado, se hace presente a sus ojos; y de almas tibias, pasan a discípulos entregados que, desandando el camino recorrido, vuelven al lado de los suyos para exclamar al mundo la Verdad de la Resurrección del Señor.

  Bien sabía Jesús la importancia que tenía para la Iglesia, alimentarse con los Sacramentos y gozar del Evangelio. Por eso tú y yo, con más fervor que nunca, hemos de comprometernos a no abandonar nunca los medios que el Maestro nos ha dejado para que no flaquee nuestra fe. Aquí en el texto, nos advierte del peligro de intentar vivir un cristianismo, solos. Sin participar, ni estar unidos a este Cuerpo de Cristo que, tras el Bautismo, conforma con nosotros, la Iglesia. No podemos, como aquellos, salir huyendo y abandonar lo que somos, porque nos sintamos en algún momento, decepcionados. No hagamos que el Señor tenga que salir a nuestro encuentro; sino que, corramos nosotros, pase lo que pase, a refugiarnos en los brazos amorosos del Hijo de Dios. ¡Él no falla nunca!