16 de abril de 2015

¡Cueste lo que cueste!

Lectura del santo evangelio según san Juan (3,31-36):


El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica la veracidad de Dios. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

COMENTARIO:

  Estas palabras del Maestro, que en un principio pueden parecer misteriosas, y que tan bien nos transmite san Juan en su Evangelio, nos abren a la realidad divina que sólo puede ser comunicada a través de su Hijo, Jesucristo. Bien sabemos que Dios, que lo ha creado todo, da testimonio a los hombres de Sí mismo, en las cosas creadas. De ahí que el hombre, que desde siempre ha buscado a Dios, haya creído que lo encontraba en todo aquello que lo trascendía y que no podía dominar.

  Por eso ha habido épocas, en las que los seres humanos han adorado al sol, a los ríos, al fuego y a la tierra. O bien, se han erigido “tótems”, con los que han intentado calmar todas sus inquietudes. Pero hay que reconocer que, por las diversas y difíciles circunstancias que rodean al ser humano, hemos tenido que terminar asumiendo la limitación y la dependencia que nos caracteriza. Y eso, nos ha dejado sin argumentos ante la explicación de nuestra autosuficiencia. Ese ha sido el motivo de que el Señor, que sabía de nuestra naturaleza herida y de la incapacidad de nuestra razón para alcanzar un total conocimiento de nosotros mismos y del destino sobrenatural de la salvación, se haya revelado a los hombres por medio de la encarnación del Verbo divino.

  La Palabra de Dios, que es la única que puede explicar la realidad íntima que conforma la Trinidad, se ha entregado como uno más de los miembros del género humano para, hablando con voz de hombre, descubrir y abrir al mundo el Ser de Dios, su Voluntad y sus planes. En Jesucristo –Dios hecho Hombre- ha culminado toda la revelación que, en el tiempo y en el espacio, ha sido el camino pedagógico para que pudiéramos descubrir los pasos con los que el Altísimo iba preparando a la Humanidad, para su venida.

  El Señor Jesús, ha abierto las puertas del conocimiento y es, a un tiempo, el mediador y la plenitud de todo aquello que los hombres han buscado, fuera y dentro de sí mismos. Por eso Cristo, que es la Salvación, es también esa Redención prometida desde las primeras páginas del Génesis. El Único que puede hablarnos del Padre, porque –en Él- El es el Hijo.

  El Maestro insiste en que la búsqueda ha terminado; y que el plano que llevaba al tesoro  y que fue el reflejo divino que se encontraba en la revelación natural y sobrenatural del Antiguo Testamento, nos ha llevado a la plenitud del Ser y el Estar, que ha dado sentido a la vida de los hombres: Nuestro Señor. La Palabra única, perfecta e insuperable del Padre, ha sido entregada a cada uno de nosotros para que no vivamos nunca más, en una duda existencial que nos conduce a la muerte. Sino en una certeza histórica, que descubre la inmensidad del amor de Dios por todas sus criaturas, al rescatarlas del pecado y, con su Sangre, devolvernos a la Vida.


  El Señor persiste en un hecho, que no quiere que perdamos nunca de vista; y es que todos sus discípulos deben predicar su Persona, pero a través de sus actos. Porque solamente con nuestra coherencia, podremos dar testimonio de que nuestra existencia procede de arriba y lucha por no quedarse aquí abajo. Que hemos aceptado al Maestro como nuestro ejemplo y nuestro guía, porque creemos firmemente que sólo así alcanzaremos la Gloria. No nos abandonemos en búsquedas insensatas, que solamente satisfacen  nuestro orgullo y nuestra ansia de saber, mientras que no nos comprometen a nada. Ya que una de las premisas en el encuentro con el Sumo Hacedor, es esa unión a Su destino; y nos insiste en que aceptemos, con alegría cristiana, la cruz de cada día por amor a su Nombre. Que nos responsabilicemos, con los hechos que nos permitirán cambiar el mundo, de nuestra respuesta. Y eso ¡Cueste lo que cueste!