28 de abril de 2015

¡Coge su mano!

Evangelio según San Juan 10,22-30. 


Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón.
Los judíos lo rodearon y le preguntaron: "¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente".
Jesús les respondió: "Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí,
pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas.
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen.
Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos.
Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.
El Padre y yo somos una sola cosa". 

COMENTARIO:

  En las primeras páginas de este texto del Evangelio de san Juan, descubrimos uno de los motivos por los que, tristemente, la llamada universal a la santidad, no es acogida por todos. Y es que aquellos que se resisten a abrir sus ojos a la luz de la fe, y sus oídos a la predicación de la Palabra, nunca podrán reconocer que Jesucristo ha realizado las obras de su Padre; y, por ello, no podrán percibir que nos encontramos ante el Hijo de Dios.

  El Señor, porque nos ama, ha ganado con su sacrificio sustitutivo en la cruz, la Gracia para todos nosotros. Pero recibirla es un acto de la voluntad, que requiere de la intención libre del “querer”. Querer, que comienza por reconocer nuestra dependencia del Creador y la necesidad de hallar las respuestas que contestan a nuestras preguntas. Que continúa por asumir nuestra pequeñez y, con humildad, sabernos subordinados a la Providencia y en manos de Dios. Y que termina por desear con fuerza la unión con el Señor; y el compromiso de ser fieles a la Alianza, que hemos sellado con nuestro Bautismo.

  Pero el Padre, que nos ama con locura, no puede –porque no quiere- obligar a que sus hijos le correspondan y se comprometan acorde a su responsabilidad. Por eso su Gracia y su salvación, nos esperan a buen recaudo en la Iglesia, para ser recibidos en un gesto libre de compromiso filial. Dios nos lo ha dado todo; y en el último momento, lo más querido: su Hijo. Pero ahora nos toca a nosotros responder con nuestra disponibilidad y la entrega total de un corazón generoso.

  Jesús nos recuerda en el texto, que sus obras dan testimonio de su Persona y corroboran sus palabras; y que cada uno de nosotros, por el hecho de ser cristianos, hemos de tomar buena nota de ello. Porque nuestros actos hablarán a los demás de lo que siente nuestra alma, y de lo que anida en nuestro interior. Y no sólo al comportarnos con coherencia cristiana, daremos testimonio del mensaje que Cristo nos envió a predicar, sino que podremos –con aquello que los demás perciban- hablar desde el silencio de una fe vivida y recia, que nos define como discípulos de Nuestro Señor.

  Ya que precisamente ser discípulo de Cristo, equivale a encontrar Lo que salimos a buscar. Es no tener miedo al descubrimiento y, ante un montón de dudas, buscar todos los medios que contestan y sosiegan nuestras inquietudes. Recordando, sin perjuicios, que al igual que hemos asentado nuestra vida mortal en la historia y la ciencia -que otros nos han contado y experimentado- nuestra vida espiritual y, por ello, sobrenatural, descansa en la Revelación divina. Pero ésta culmina, no lo olvidemos nunca, con la Encarnación del Verbo; en la Verdad que se ha hecho Carne para, con su entrega, vencer a la Mentira. Por eso es una consecuencia innegable, que sólo se puede llegar al conocimiento y al amor del Padre, a través del Hijo. Cristo no puede ser más claro ante aquellos que le escuchan y, en ellos, al mundo entero: Él y el Padre, son Uno.


  Por tanto, no se puede creer en Dios y despreciar a Jesús. Lo que ocurre es que el Maestro ha venido, justamente, a enseñar el camino de la Redención. Ya no hay falsas interpretaciones; ni opiniones diversas y acomodativas. Porque el Señor habla claro y nos llama a vivir la fe, con la intensidad que mueve a la radicalidad de la que el hombre tanto huye. Hoy, que nadie se quiere comprometer, porque nadie es capaz de arriesgar y empeñar su libertad –ejerciéndola- en función del deber y el bien debido, Cristo nos llama por nuestros nombres, para que reconozcamos su Voz y conformando su Redil, le sigamos hasta el fin de nuestros días. Nos clama para que, reconociéndole como Nuestro Señor, nos mantengamos firmes y asidos a su mano. ¡Cógela fuerte! ¡No la sueltes nunca! Porque sólo Él puede sostenernos, ante el abismo del orgullo, la soberbia, el egoísmo y la pérdida de paz.