Evangelio según San Juan 3,14-21.
Dijo Jesús:
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.
Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas.
En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.
Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas.
En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Juan, podemos comprobar cómo el Señor –con sus palabras- le
manifiesta a Nicodemo que esa Verdad que se esconde en el Antiguo Testamento, y
esas promesas anunciadas por los patriarcas y los profetas, se cumplen en su
Persona. Que en Él, todos los hechos y los acontecimientos ocurridos desde el Génesis
hasta Macabeos, toman sentido. Así, de una forma velada porque todavía no ha
ocurrido, pero que se hará muy clara cuando contemplen su crucifixión, Jesús
anuncia que, al igual que Moisés por orden de Dios alzó en un mástil una
serpiente de bronce, que curaba a los que la miraban de las mordeduras de las
serpientes venenosas, así ocurrirá ahora cuando Él sea izado en la Cruz. Ya que
todos aquellos que han cedido a la tentación de Satanás, podrán recuperar la
Vida que han perdido, al contemplarlo, aceptarlo y compartirlo. Ese capítulo
del paso de los israelitas por el desierto, camino del Mar Rojo, que nos ha
sido transmitido en Números, se corresponde a una imagen de la Antigua Alianza,
que ha adquirido su significado en la Nueva, con la Pasión, Muerte y Resurrección
de Jesucristo.
Las cosas no
han cambiado tanto y la historia, desgraciadamente, se repite. Seguimos dando
la espalda a Dios, y quejándonos por los resultados de nuestras equivocaciones.
Culpamos al Altísimo de las desgracias que se producen por nuestro egoísmo,
maldad, soberbia, odio y rencor. Sacamos al Padre de nuestras vidas, porque nos
molestan sus consejos y advertencias; sin darnos cuenta que ese lugar que
dejamos vacío, es ocupado rápidamente por la Serpiente, que disfruta sembrando
el caos en nuestro interior. Creemos que somos dueños de nosotros mismos,
cuando en realidad, hemos perdido –al alejarnos de Dios- las puertas que
contenían el embiste del propio “yo”. De esa naturaleza herida –mordida por el
áspid- que necesita del antídoto de la Gracia, para poder sobrevivir y alcanzar
la Gloria.
Nadie se puede
liberar del pecado por sí mismo, ya que nadie se redime solo de su debilidad.
Por eso necesitamos elevar la mirada de esa tierra yerma, y contemplar al
Libertador que, desde el madero, nos llama a unirnos libremente a su Persona.
Esa Sangre que derrama, nos limpia; y sus palabras, nos salvan. Su entrega
voluntaria nos descubre y nos manifiesta el supremo amor de Dios por todos los
hombres, sin distinción. Pero esa donación de Cristo nos insta a responder de forma
apremiante, para corresponder con todo nuestro ser, a su convocatoria. Es imposible,
si contemplamos la escena del Calvario a los pies de Jesús, junto a su Madre,
continuar indiferentes con una vida de errores, cediendo a la tentación. No
debemos tener miedo a esa luz divina que, al inundar nuestra alma con la
Verdad, nos enfrenta a nuestras miserias. Porque ese es el camino necesario
para que, al conocerlas, seamos capaces de corregirlas y terminar con ellas.
Cada uno de
nosotros, y Jesús lo repite sin descanso en todo el Evangelio, decide por sí
mismo si quiere alcanzar la salvación o condenarse eternamente; y aunque parece
una decisión fácil y lógica, parece mentira como habitualmente, decidimos
olvidarnos de Dios. Pero Dios no puede hablar más claro y nos indica que su
Hijo es el Camino que conduce, en la Verdad, a la Vida. Participar de Él, a
través de los Sacramentos y recibir la Gracia, es unirse a Cristo; y como
Cristo es la salvación, somos salvados en la identificación con su Persona. En
esa rica vida espiritual, que descansa en la recepción de la Eucaristía Santa;
en esa actitud que, como Iglesia, convierte la fe en obras de amor y piedad,
transformando este mundo en, y para el Señor. Dime si, al contemplar el dolor
de Jesús, puedes continuar impasible con tu vida; o bien, si por el contrario,
te vas a decidir a comprometerte con Él. ¿No te perece que ya es hora?