5 de marzo de 2015

¡Venga, cambia!

Texto del Evangelio (Lc 16,19-31): 

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: «Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y un pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico pero hasta los perros venían y le lamían las llagas.

»Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros’.

»Replicó: ‘Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento’. Díjole Abraham: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite’».

COMENTARIO:

  En esta parábola del Evangelio de Lucas, Jesús aprovecha para corregir varios errores, que eran muy comunes en la interpretación de la Ley. Muchos saduceos, como bien sabéis, negaban la supervivencia del alma después de la muerte; nada raro ya que, veintiún siglos después, seguimos escuchando las mismas conjeturas en muchos de los que nos rodean. Parece que de nada ha servido que Jesús hablara, tanto para aquellos como para éstos; ya que la Palabra de Dios es intemporal, y está escrita para poder ser escuchada siempre.

  El Maestro nos aclara, a través del paralelismo de Lázaro y el rico Epulón, que después de la muerte, nos guste o no, comienza la verdadera Vida. Allí, en ese lugar donde cada uno de nosotros ha elegido estar a través de las obras intencionadas y voluntarias, y que por ser libres son merecedoras de premio o castigo, gozaremos de la Gloria o sufriremos los horrores del infierno. Y, para que no nos queden dudas, el Señor nos desgrana la enseñanza precisa para que podamos comprender que habrá un Juicio, y una retribución ultraterrena. Que aquí se viene a elegir, qué camino se quiere seguir. A demostrar el amor, al Amor; y entregar nuestro corazón a Dios y, consecuentemente, al prójimo. Ya no podemos escudarnos en el pecado original, porque ahora cada uno escoge, de forma personal, si acepta a Dios como Señor, o se erige en dueño de sí mismo. Porque el deseo de servir, debe ser un sentimiento que surge de nuestro interior; y no se puede forzar ni el afecto, ni la ternura, ni la compasión. Solamente el que ha entregado su vida a Cristo, es capaz de superar los bajos instintos que el pecado ha sembrado en nuestra alma. Sólo la semilla de la fe, puede ahogar en bien las malas hierbas que Satanás ha hecho crecer, a nuestro alrededor.

  Pero el Señor sigue aclarando en el texto, los errores que habían difundido los doctores de la Ley, con su predicación. Y les recuerda que la prosperidad material, en esta vida, no era –como ellos lo interpretaban- signo del premio que el Padre otorgaba a los que tenían rectitud moral. De la misma manera que la pobreza y la adversidad, no eran un castigo a una vida de pecado. Por eso a los mendigos, no sólo no se les compadecía y ayudaba, sino que se consideraba que su desgracia era consecuencia de sus malas acciones. Jesús aprovecha, como hace siempre, para dar verdadera doctrina y, con ella, indicarnos que la riqueza del rico Epulón no era una recompensa, ni la miseria de Lázaro una condena. Al contrario, todo lo que ese hombre disfrutaba, sólo le había servido para engordar su egoísmo y cerrar sus ojos al dolor ajeno. Por eso, todos aquellos bienes que en sí mismos no son malos, pueden ser el medio de nuestra perdición, cuando no les damos su verdadero sentido. Ya que a consecuencia de esta vida regalada, que embotaba sus sentidos, Epulón no pudo oír la voz de Dios que le hablaba y le invitaba a la sobriedad, el desapego y, sobre todo, la solidaridad.

  Un alma que es incapaz de percatarse del dolor ajeno, es un alma que está muerta al auténtico Amor. Ese es el peligro de tenerlo “todo”; porque provoca un espejismo en nuestra razón que nos impide contemplar que en realidad, no tenemos “nada”. Porque sólo nos servirá aquello que sea útil y valioso, para emprender el último viaje. Esa maleta cargada de proyectos y buenas obras, que tienen como finalidad la felicidad de los demás.

  En cuanto a Lázaro, su pobreza no es algo encomiable y que le haga ir al Cielo, sino la actitud que tiene ante ella. Es un hombre bueno que no se ha revelado ante su desgracia; que espera en Dios y sigue confiando a la puerta del rico, en que un día éste le prestará su ayuda. Por eso cuando llega la muerte, ese momento que nos iguala a todos y que no puede comprarse ni venderse, cada uno recibe su satisfacción como consecuencia de sus buenas o malas elecciones. A Epulón se le castiga, no por lo que ha tenido, sino porque con lo que ha tenido no ha sabido ejercer la virtud divina de la misericordia. Ese hombre, ni con mucho ni con poco, hubiera sido capaz de apreciar el dolor humano. Y por ello, es apartado de lo que, voluntariamente, ya se apartó en vida: del Amor. Formando parte de esa legión de condenados que participan en sí mismos, y para siempre, del odio, la maldad y el rencor: un sin vivir que les consume, tanto el alma como el cuerpo.


  En cambio Lázaro, nos dice el texto, que fue “al seno de Abrahán”; que era ese lugar donde eran sostenidas las almas en la esperanza y la plenitud de la Resurrección de Cristo. Porque el Señor, con su sacrificio, nos abrió a todos las puertas del Cielo y nos permitió participar de la Gloria divina. Quiero que os quedéis todos con esa información de crucial importancia, que nos da el Maestro: que después de la muerte no hay tiempo para el arrepentimiento y la penitencia. Es ahora y aquí, cuando tú y yo podemos cambiar de vida, enmendando nuestros errores y empezando a caminar por el sendero que nos conduce a la salvación. Estamos en Cuaresma y la Iglesia, como Madre, nos insiste en que hagamos un buen examen de conciencia para morir con Cristo al pecado y resucitar con Él a la vida de la Gracia. Nos insta a ser buenos, a seguir su ejemplo y no desfallecer ¡Venga! ¡Cambia! ¡Qué ya es hora!