28 de marzo de 2015

¡Tu gran fortuna!

Evangelio según San Juan 11,45-57. 


Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.
Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos.
Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación".
Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: "Ustedes no comprenden nada.
¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?".
No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación,
y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos.
A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús.
Por eso él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos.
Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse.
Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: "¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?".
Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno conocía el lugar donde él se encontraba, lo hiciera saber para detenerlo. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan podemos observar cómo, ante un hecho sobrenatural que pone de manifiesto el poder de Jesús sobre la vida y la muerte, muchos de lo que estaban allí reunidos reaccionan de maneras diversas, y muy dispares. El Señor acaba de resucitar a su amigo Lázaro, ante un grupo de personas; y ante ese mismo hecho, unos creen y otros Lo denuncian. Es precisamente de esa actitud, de la que el Maestro ha hablado en innumerables ocasiones cuando se le ha pedido un milagro, para poder creer. Ya que ha insistido en la ineficacia de las acciones extraordinarias y asombrosas, para mover a la fe; porque es en la búsqueda consecuente de la Verdad, que se encuentra con la Palabra, donde el hombre reconoce a Dios. 

  El Señor siempre sale al encuentro de aquellos que indagan en su interior, sobre la semilla divina que el Creador ha dejado en la persona humana, de todos los tiempos. Pero para ello es imprescindible que cada uno de nosotros reconozca la limitación que tenemos, para abarcar la totalidad del conocimiento divino; y abriéndonos con humildad a la revelación hablada y escrita, culminemos nuestra búsqueda en el encuentro con Jesucristo. El hecho, sea el que sea, que pone de manifiesto la majestad de Dios, sólo es una certificación temporal y pasajera; un regalo con el que El Padre premia a sus hijos, la confianza y la esperanza depositada en su Misterio.

  Vemos claramente en este pasaje, que de nada les sirve a algunos presenciar la magnificencia del Señor; porque su alma está totalmente cerrada a la realidad divina. Da igual lo que vean, porque ellos perciben en su interior, una cosa muy distinta. Desde el primer momento, han juzgado desde la premisa de la negación; de la ceguera espiritual y de la contradicción. Por eso creer, parte de la voluntad y termina en el encuentro; y nunca es fruto de la evidencia. Ya que no podemos olvidar que, muchas veces lo que vemos, es un espejismo de la verdad.

  En las palabras que pronuncia Caifás, y que recoge el texto, Juan ha sabido encontrar ese doble sentido que se abre a la inmensidad del tiempo; porque descubre en la entrega de un solo Hombre, Jesucristo, la redención del género humano. Uno de los pontífices de la Antigua Alianza, profetiza la salvación de todos los hombres que, representados en la naturaleza humana de Cristo, quedarán sanados de la mancha del pecado y recuperarán la vida eterna. El Cordero Santo será sacrificado, para que cada uno halle aquello que perdió, en la desobediencia originaria. El Hijo de Dios, con su Pasión, Muerte y Resurrección, abrirá al mundo el tesoro de la Iglesia, donde reunirá a todos los que andaban dispersos. Y en Ella, nos llamará a cumplir las profecías que vaticinaban ese Nuevo Pueblo de Dios, en Cristo:
“Congregaré los restos de mis ovejas de todas las tierras adonde los expulsé, y las haré volver a sus pastos para que crezcan y se multipliquen. Pondré sobre ellas pastores que las apacienten, para que no teman más, ni se espanten, ni falte ninguna –oráculo del Señor-
Mirad que vienen días
-oráculo del Señor-
En que suscitaré de David un brote justo,
Que rija como rey y sea prudente,
Y ejerza el derecho y la justicia en la tierra” (Jr.23, 3-5)


  El Padre llama a todos sus hijos para que, a través del Bautismo, seamos reunidos e insertados en Jesús; y, con Él, formemos el Cuerpo perfecto de esa realidad que conforma la Iglesia. Pueblo Santo, llamados a recorrer ese desierto en unidad, al encuentro de la patria celeste, prometida. Todos los de aquí y los de allí, separados por la distancia o el tiempo, pero unidos por el mismo Padre, la misma identidad y el mismo destino, conformamos ese tesoro –tanto material como espiritual- que es la Barca de Pedro. Tú, que eres cristiano ¿valoras tu pertenencia a la Iglesia, como la más grande de tus fortunas? Tal vez es hora de que te lo plantees.