14 de marzo de 2015

¡Te juegas tu salvación!

Evangelio según San Lucas 18,9-14. 


Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, podemos observar varios puntos de la parábola del fariseo y el publicano, que nos ayudarán mucho en nuestra meditación, para ser fieles en nuestra actitud de cristianos. Ante todo, el Señor presenta  dos estereotipos de personajes, que eran muy conocidos por todos los que le escuchaban; ya que formaban parte de su cotidianidad. El primero, pertenecía a ese grupo político-religioso de hombres que, dentro del pueblo de Israel, dedicaban su tiempo y su vida a la observancia de las leyes de pureza ritual; incluso fuera del Templo. Sin embargo, esas normas que en un principio eran de ortodoxia sacerdotal y se habían establecido para el culto, las extendieron como ideal a la vida cotidiana, quedando ésta ritualizada y sacralizada. Ese grupo, que era el más sobresaliente en la época de Jesús, no se componía de gentes de estrato superior, sino que abarcaba toda categoría social; pero a pesar de ello, se consideraban “los santos”, porque estaban convencidos de que eran “ese resto escogido por Dios” para ser los primeros, el día del juicio, en alcanzar la salvación.

  Frente a él, nos encontramos al publicano; que no era ni más ni menos que otro miembro de Israel. Pero a éste, Roma le había dado el derecho de cobrar los impuestos; que eran signo ineludible de la sumisión a la que estaba supeditado todo el pueblo judío. Así como un insulto a Dios, que era el Único amo y señor de la tierra y de los bienes que percibían. Por eso, para cualquier israelita no había oficio más bajo, ni más odiado, que el de “cobrador de impuestos”. Desgraciadamente, muchos de los que lo realizaban habían caído en una degradación moral, y extorsionaban a sus propios vecinos y conciudadanos. No es tan rara esa actitud en los que, al verse excluidos del entorno de aquellos que servían y guardan fielmente la Ley de Dios, habían intentado olvidar y obviar los preceptos; porque al hacerlo, les era más fácil mantener una situación vital que, de por sí, era complicada. Evidentemente, para todo el pueblo, eran considerados unos pecadores públicos a los que había que evitar para no contagiarse, ya que su impureza se consideraba peligrosa.

  Ahora, que tenéis todos los datos de esos dos personajes que se presentaron en el Templo para rezar a Dios, tal vez os sea más fácil entender la diferente actitud que ambos mantuvieron. Observamos a un publicano que, consciente de su miseria, pide perdón al Señor; y lo hace, porque solamente el que reconoce el error de una vida, puede arrepentirse y luchar para cambiarla. Como veis, el primer paso que es indispensable para ser acogido en los brazos misericordiosos del Padre, es: compungirse, retractarse y rectificar. Ese hombre, considerado el más pequeño entre sus conciudadanos, recurre a Aquel que sabe que va a comprender los motivos que le han arrastrado a situaciones comprometidas; tanto que, a veces, no se sabe cómo salir de ellas. Quiere cambiar; por eso está allí. El verse con todas sus mezquindades, con la inmensa suciedad que inunda su alma y no permite traspasar la luz divina, le permite al publicano sentirse totalmente necesitado de la Gracia de Dios. Es consciente de que sólo así será capaz de limpiarse, levantarse y poner en orden su existencia. Y ese es el paso necesario e infalible, para que el Señor se desborde en el amor y la ayuda al ser humano.

  Cristo nos ha dicho en innumerables ocasiones que, si pedimos, nunca nos iremos de vacío. Ahora bien, si uno no es capaz de percibir su pecado, porque la soberbia ha cegado los ojos de su razón –como le ocurre al fariseo- entonces es imposible acudir al auxilio del Padre, porque en realidad no somos conscientes de que estamos en peligro. El orgullo es el peor consejero que el hombre puede tener y, a la vez, el arma más útil y poderosa que esgrime contra nosotros el diablo. Ciertamente, aquel miembro del Sanedrín que estaba satisfecho de sí mismo, no veía en su interior pecado alguno; y, por ello, no tenía necesidad de arrepentirse. Posiblemente cumplía todas las prescripciones y daba limosna, mientras guardaba el ayuno; pero su actitud despreciativa hacia los demás, dejaba sin valor todas sus obras. Ese sentimiento que no podía controlar, dejaba al descubierto la dureza de su corazón; donde el amor había sido desplazado por la norma. Él había edificado un muro en su interior que le separaba de aquellos que necesitaban, más que su dinero, su comprensión. Su alma estaba tan plagada de sí mismo, tan llena de egoísmo, que no había lugar en ella ni para Dios, ni para sus hermanos.


  Ambos oraban al Altísimo, pero la intención les daba a ambos un significado totalmente distinto. Uno sólo buscaba a Dios; el otro, a su propia persona. Aprende bien, antes de dirigirte al Padre, que es lo que mueve tu oración. Cuál es el verdadero motivo, de tu búsqueda interior. No te confundas, porque –aunque no te lo parezca- te juegas con ello, tu salvación.