31 de marzo de 2015

¡Sin medida!

Lectura del santo evangelio según san Juan (13,21-33.36-38):


En aquel tiempo, Jesús, profundamente conmovido, dijo: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar.»
Los discípulos se miraron unos a otros perplejos, por no saber de quién lo decía. Uno de ellos, el que Jesús tanto amaba, estaba reclinado a la mesa junto a su pecho. Simón Pedro le hizo señas para que averiguase por quién lo decía. Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: «Señor, ¿quién es?»
Le contestó Jesús: «Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado.»
Y, untando el pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Detrás del pan, entró en él Satanás.
Entonces Jesús le dijo: «Lo que tienes que hacer hazlo en seguida.»
Ninguno de los comensales entendió a qué se refería. Como Judas guardaba la bolsa, algunos suponían que Jesús le encargaba comprar lo necesario para la fiesta o dar algo a los pobres. Judas, después de tomar el pan, salió inmediatamente. Era de noche.
Cuando salió, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero lo que dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros: "Donde yo voy, vosotros no podéis ir."»
Simón Pedro le dijo: «Señor, ¿a dónde vas?»
Jesús le respondió: «Adonde yo voy no me puedes acompañar ahora, me acompañarás más tarde.»
Pedro replicó: «Señor, ¿por qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti.»
Jesús le contestó: «¿Con que darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces.»

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan, que comienza con la traición de Judas, va a ir desgranando los primeros pasos de  de un sinfín de situaciones, que culminarán con la muerte y resurrección de Cristo. Por todo ello esta Semana Santa, cuando meditéis cada suceso de la vida del Maestro, hacerlo, si es posible, con mayor intensidad; porque para Él fueron unos momentos durísimos, en los que nuestras oraciones y nuestro afecto, debió ser un bálsamo de ternura en su corazón cansado. No os descubro nada si os recuerdo que para Dios no hay tiempo, y así como en el Sacrificio del Altar se hace presente –de forma incruenta- la entrega del Señor en la Cruz, nuestro amor y la compañía que hoy le damos, las pudo percibir y sentirlas en el ayer.

  Le van a hacer falta a Jesús, cuando su alma –tan humana- sufra la infamia de uno de los suyos. Porque no hay nada que duela tanto, como la deslealtad de aquellos que has considerado tus amigos. Bien sabía el Maestro, por su divinidad, que Judas había sido tentado por el diablo; y como hace con cada uno de nosotros, hasta en el último momento le dio la oportunidad de vencer su fragilidad, con la Gracia de su compañía. Tanto es así, que le ofrece un bocado, invitándole a enmendar sus perversas maquinaciones. Pero, como nos dice san Agustín, el apóstol –que era malo- recibió con mala disposición, lo que era bueno. Y dejando de luchar, permitió que Satanás entrara en su interior ¡Cuántas veces los hombres, actuamos de la misma manera que el Iscariote! Y cuando alguien nos quiere bien e intenta corregir nuestra conducta, todavía nos reafirmamos con orgullo, en el error cometido.

  Si esto vuelve a suceder, recuerda que el Señor nos entrega sus beneficios, a través de los Sacramentos. Y rechazarlos, es ceder a la tentativa del enemigo y dar la espalda al Sumo Hacedor. Jesús nos lo ha dado todo; absolutamente, todo. Y hasta el último momento, como ves, intentará retenernos a su lado, para salvar a nuestro pobre corazón. Haz como Juan, y recuéstate a su lado. Siente sus latidos y percibe su amor. Abrázale; porque están las tinieblas a punto de cubrir la luz verdadera que, hasta la exaltación en la Cruz, no brillará en todo su esplendor.

  Esos momentos, en los que el pecado parece imponerse, son el comienzo de un trayecto terrible y doloroso, que culminará en el Calvario. Ahora, y aquí, Jesús nos pregunta –como le preguntó a Pedro- si estamos dispuestos a dar la vida por Él. Y, seguramente, como hizo el primer Pontífice, también nosotros con el alma contrita, seamos capaces de decirle que sí. Pero el Señor, para que aprendamos de los errores de los demás, nos insiste en que por nuestra fragilidad, ninguno puede resistirse al instinto natural de conservación; al miedo; a la vergüenza y al temor a la pérdida. Por eso cada uno de nosotros requiere, para ser consecuente con esa afirmación que surge del deseo, de la fuerza divina que robustece nuestra voluntad. Ya que ¡hasta para ser fieles a Dios, necesitamos de su Gracia! Por eso, estos días que van a transcurrir y en los que vamos a acompañar al Maestro hasta la Cruz, son unos momentos indispensables para comprobar la necesidad imperiosa que tenemos los hombres, de la presencia constante de Cristo en nuestro existir. Sólo así, conscientes de ello, descubriremos el verdadero sentido de la vida Sacramental, que el Hijo de Dios nos ha dejado en su Iglesia.


  Porque solamente haciéndonos uno con Cristo, seremos capaces de recibir y hacer nuestro el precepto de la caridad; que compendia toda la Ley de la Iglesia. y que Jesús nos dio, esa noche, como distintivo de todos los cristianos. Esa es la única manera, en la que los hijos de Dios pueden distinguirse de los hijos del diablo. Ya que todos podemos practicar como creyentes, asistir a lugares comunes, hacer los mismos gestos; pero esa actitud entregada, que es capaz de darse y perder –para que reciba y gane el prójimo- sólo puede ser fruto de un corazón, que tiene en su interior a Jesucristo. El Señor nos pide que amemos a los demás, como Él nos ha amado: sin medida. En estos días podrás comprobarlo; y vale la pena que no perdamos ninguna ocasión, para comprobarlo.