7 de marzo de 2015

¡La seguridad de su Regazo!

Evangelio según San Lucas 15,1-3.11-32. 


Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola:
Jesús dijo también: "Un hombre tenía dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.
El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;
ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'.
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'.
Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.
Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.
El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'.
El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara,
pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'.
Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'". 

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de san Lucas, como la actitud y las acusaciones de aquellos escribas y fariseos, dieron paso a que Jesús nos narrara una de las parábolas más hermosas y esperanzadoras, que han formado parte de su mensaje. El escritor sagrado desgrana cada detalle, como si no quisiera olvidarse nada, ante la riqueza de las palabras del Maestro. Todas ellas ponen al descubierto, la inmensa misericordia de Dios con los hombres; describiéndonos Sus desvelos por cada uno de nosotros, para que seamos capaces de rectificar y regresar a su lado. Ya que Él conoce perfectamente nuestras debilidades, y sabe de lo que somos capaces cuando desoímos a nuestra razón, iluminada por la fe. Ése es el momento preciso, en el que el diablo se erige dueño y señor de nuestra voluntad y, haciéndonos esclavos del pecado, nos ata a nuestros más bajos instintos. Pero porque el Señor nos conoce y nos ama con locura, nos regala su Gracia para que –si la queremos recibir- nos infunda su fuerza. Sólo así seremos capaces de levantarnos de nuestras caídas, y responder a su llamada; a esa presencia constante y silenciosa que, sin imponer, nos propone una vida digna a su lado.

  Ante la impotencia de que aquellos doctores de la Ley abran su corazón al amor, y sean capaces de comprender porque el Buen Pastor se preocupa por sus ovejas extraviadas, Jesús acude –con su parábola- al fondo de su alma. Y les reclama ese sentimiento paternal que, tal vez, les haga discernir la realidad divina que, si alguna vez entendieron, han olvidado. Porque Dios no es un legislador, aunque legisle; sino un Padre amoroso, que ha dado unos preceptos para que sus hijos puedan vivir felices, al cumplirlos. Que Dios no se queda, ni se ha quedado nunca, cruzado de brazos ante nuestros errores, sino que hace todo lo preciso para que lleguemos a alcanzar la Verdad de su Conocimiento, en Jesucristo. Y ante todo ello, surge una de las más bellas narraciones del Maestro, donde pone de manifiesto la grandeza del Altísimo y su infinita misericordia.

  Vemos como ese hijo abandona la casa paterna, en busca de una libertad ilusoria que conduce, irremisiblemente, a la miseria extrema. Y cómo, al ver esos bienes que ha perdido y que le daban seguridad y sentido a su vida, reconoce con humildad el error cometido. Motivo por el cual se decide a desandar el camino recorrido, y regresar al lado de su Padre. Puede que ese muchacho tuviera alguna duda sobre el recibimiento que su progenitor iba a dispensarle; pero al verlo allí, de pié, yendo a su encuentro para propinarle un efusivo abrazo, su corazón se llena de ternura y comprende que no hay en el mundo mejor lugar donde vivir, estar, permanecer y morir. Ese hijo es imagen del hombre de todos los tiempos; comenzando por el que perdió la herencia originaria y continuando por cada uno de nosotros que, con la soberbia de nuestra ignorancia culpable, traicionamos la alianza y el compromiso adquirido con Dios, en las aguas del Bautismo.

  Ahora bien, hay una premisa indispensable en esta parábola, que no podemos olvidar: el hijo pródigo toma la decisión de convertirse. Hemos de arrepentirnos de nuestros pecados; y es esa una condición tan importante, que el propio Cristo nos ha dejado en la Iglesia, el Sacramento del Perdón. Allí, en el silencio y la soledad del confesionario, el sacerdote –en la Persona de Jesús- nos espera para que, sea lo que sea lo que hayamos hecho, si tenemos dolor de nuestros errores cometidos y propósito de no volverlo a hacer más –que no quiere decir que lo consigamos, sino que lucharemos por conseguirlo- Dios nos perdona, nos abraza y nos llena de su Gracia, que es el único medio de poder vencer frente a las tentaciones que nos tiende el enemigo.


  El Padre, como siempre ha ocurrido en la historia de la salvación, es fiel a su paternidad; a su amor incondicional. Por eso su alegría es inmensa cuando algún pequeño que se había extraviado, corre a guarecerse a su regazo. Porque es allí, y sólo allí, donde de verdad no encontramos seguros.