29 de marzo de 2015

¡La importancia de la educación cristiana!

6. IMPORTANCIA DE LA EDUCACIÓN CRISTIANA ANTE EL DOLOR.


   No podemos olvidar nunca, a lo largo de nuestra vida, que Dios se ha querido revelar a través de una pedagogía divina determinada; donde nos ha llevado, de su mano, desde la primera verdad de la creación hasta la contemplación, en la madurez cristiana, del Amor en el sufrimiento. Es un recorrido, para unos más largo que para otros,  que todos debemos recorrer si queremos alcanzar el conocimiento de nosotros mismos.



   Nos lo recuerda Juan Pablo II en la Encíclica “Fides et Ratio”, punto10  del Capítulo I, página 19:


   “En el Concilio Vaticano II, los Pdres dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han ilustrado el carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado su naturaleza del modo siguiente: “En esta revelación, Dios invisible (Col 1,15; 1 Tm1,17) movido de amor, habla a los hombres como amigos (Ex33,11; Jn15,14-15) trata con ellos (Ba 3,38) para invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican el misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda revelación”


   El sufrimiento ya formaba parte de los planes de Dios, en su pedagogía redentora, antes de la creación del hombre. Por eso el hombre no debe olvidar, cuando ejerce su derecho a aprender a través de la pedagogía humana, que sólo llegará a su madurez personal cuando ésta desarrolle las virtudes humanas, que descansan en las sobrenaturales, y que lo prepararán para ese camino imprescindible para lograr la Felicidad a  la que ha sido llamado, que pasa inevitablemente por la Cruz.



   San Josemaría nos lo recuerda en el punto. 91  de “Amigos de Dios”, Virtudes humanas y virtudes sobrenaturales, página 140:


   “Cuando un alma se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su corazón está ya muy cerca de Cristo. Y el cristiano percibe que las virtudes teologales –la fe , la esperanza y la caridad-, y todas las otras que trae consigo la gracia de Dios, le impulsan a no descuidar nunca esas cualidades buenas que comparte con tantos hombres. Las virtudes humanas –insisto- son el fundamento de las sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de poseer estas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere, aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes –hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia-, porque obras son amores y no cabe amar a Dios sólo de palabras, sino con obras y de verdad. Si el cristiano lucha por adquirir esas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma…Se notan entonces el gozo y la paz, la paz gozosa, el júbilo interior con la virtud humana de la alegría. Cuando imaginamos que todo se hunde a nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres Señor, mi fortaleza. Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros en Dios, somos lo permanente.”


   Sólo el que ha aprendido, a través de la templanza, a armonizar lo sensible integrándolo en instancias superiores, será capaz de ser fiel, sobrio o paciente; y el que ha tenido la suerte de ser educado en la fortaleza se afirma en el bien por encima del sufrimiento  que conlleva, a veces, realizarlo, preparándolo para que el día de mañana, cuando se enfrente al dolor que forma parte de la realidad cotidiana, sepa no sólo superarlo sino, a través del encuentro con su sentido, vivir con la alegría del que se sabe dueño de sí mismo como premisa ineludible  de entrega y donación.


   La justicia, no sólo nos hará dar el bien debido a otro, sino que al encontrarnos con su mirada podremos ver un “quien” y no un “qué”, impulsándonos a respetar y a afirmar sus derechos, aunque sufran los nuestros, sobre cualquier intención de instrumentalización; aconsejando con opinión, sugerencia o indicación, a los que caminan a nuestro lado, para que puedan elegir adecuadamente  y de forma recta los medios proporcionados para el fin querido, a través de la prudencia.


   Es decir, que mediante la educación integral del ser humano, de la que tanto hemos hablado, donde educamos cuerpo y espíritu, las virtudes formarán un importantísimo entramado para soportar, entender, buscar y encontrar el sentido del sufrimiento que nos permitirá descansar en Dios, cuando caminemos en la búsqueda de la Verdad, a través de nuestra vida. El sufrimiento nos habla en el cuerpo dirigiéndose al espíritu, es decir, a la persona humana en toda su radicalidad; y sólo a través de las virtudes, que nos dan la verdadera libertad, seremos capaces de adherirnos de una forma personal a la realidad de la Cruz de Cristo.


   No podemos olvidar que el Misterio Pascual de Cristo ha unido al hombre a la comunidad  de la Iglesia, edificada espiritualmente y de modo continuo como el Cuerpo de Cristo; y es en ese Cuerpo donde Cristo, como Cabeza, se une a todos los miembros, especialmente a los que sufren. Por eso, el que sufre en unión del Señor, no sólo saca de Cristo la fuerza, sino que completa con sus sufrimientos, el sufrimiento redentor del Señor; que ha querido hacernos copartícipes en el dolor, abriendo su sufrimiento al hombre, y permitiéndonos formar parte de y en la historia de la salvación. Es imprescindible recordar, cuando el sufrimiento nos alcance en alguna de sus variantes, la revelación de su fuerza salvadora y de su significado salvador que hemos desgranado en estas páginas, a través de la Redención de Jesucristo.


   Nos lo recuerda Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Salvifici Doloris “, punto 19 del Capítulo V:


 
    "Con éstas y con palabras semejantes los testigos de la Nueva Alianza hablan de la grandeza de la Redención, que se lleva a cabo mediante el sufrimiento de Cristo. El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre. Todo hombre tiene su participación en la Redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la Redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de Redención. Consiguientemente todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo. En la Cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la Redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido”


   Si nuestra misión como educadores, y todos lo somos por el hecho de ser personas, es descubrir y conseguir que nuestros alumnos alcancen su plenitud, a través de la perfección de todas sus potencias, preparándolos para ser felices en todas las circunstancias de su vida; está claro que será indispensable darles los medios que les ayuden a conseguirlo. Y sólo lo lograrán a través de la comprensión de sí mismos, en la contemplación de Cristo, donde podrán alcanzar el sentido de su vida y de su muerte a través del sufrimiento gozoso que convierte el dolor en Amor. Porque no podemos olvidar que la Cruz de Cristo es la demostración escandalosa  de una locura divina de amor: Es en el amor, que da sentido al sufrimiento, donde el hombre aprende a amar, sufriendo, y haciendo de su dolor una entrega personal.
   Así, en nuestra tarea educativa, si de verdad queremos que lo sea, debemos acercar a Cristo a nuestros alumnos como revelación de la verdad que les hará libres en su encuentro con el sufrimiento y el dolor. Jesucristo no escondió nunca, a los que se acercaban a Él, la necesidad de sufrir; aunque les revelaba su fuerza salvadora y su significado redentor. También les recordaba que, para muchos, sería ocasión de dar testimonio, llamándolos, de una forma especial, al valor y a la fortaleza en la seguridad de la fuerza victoriosa que se esconde en su Resurrección.


   Nos lo recuerda Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Dives in misericordia”, punto 7 del Capítulo V, página 143.


   “El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al hombre, y no solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá descubrir en Él la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada  a la causa del hombre, a la verdad y al amor. La dimensión divina del misterio pascual llega sin embargo a mayor profundidad aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio divino.”


   Por eso, sufrir sin Cristo, no sólo es negar el sentido al sufrimiento, sino la acción más antinatural del ser humano, que hace oídos sordos a la constatación de siglos y generaciones que han encontrado en el sufrimiento una particular fuerza para acercarse a Dios, y en la Cruz de Cristo, ser hijos en el Hijo por el Espíritu Santo. En la identificación con Jesucristo, que incluye necesariamente la participación en su Pasión, Muerte y Resurrección, somos hechos hijos del Padre, en el Hijo por el Espíritu, compartiendo el sufrimiento que nos libera del pecado y nos reintegra en los planes iniciales de Dios, a través de una gracia especial.


   Así nos lo recuerda santo Tomás Moro en su libro “Diálogos de la fortaleza contra la tribulación”, Capítulo 17 del primer libro, página 94:


   “Cuando por medio de la tempestad los discípulos temían ahogarse, rezaron a Cristo diciendo: Señor, sálvanos que perecemos y poco después cesó la tempestad. Y a menudo comprobamos ahora que en extremado mal tiempo o en la enfermedad, se organizan procesiones públicas y Dios envía su graciosa ayuda. Y muchos que acuden a Dios en el dolor o en la enfermedad grave son curados milagrosamente  Tal es la bondad de Dios: dado que en el bienestar ni nos acordamos de Él ni le rezamos, nos envía aflicciones y enfermedades para forzarnos a ir cerca suyo, y nos compele a invocarle, a pedirle que nos libre de nuestro dolor, porque cuando aprendemos a buscarle, tenemos ocasión propicia para acrecentar el caudal de gracias”.


   Fruto  de estas conversiones tenemos el ejemplo de muchos santos, donde no sólo han sabido descubrir el sentido del sufrimiento, sino que a través de él han llegado a ser unos hombres y mujeres completamente nuevos, superando con la fuerza del espíritu al cuerpo doliente. Sirva como ejemplo los siguientes textos de algunos santos:


   Fray Luís de Granada; Libro de la Oración y Meditación para el jueves por la mañana: Del Ecce Homo, Libro de la oración y la meditación:


   “Pues para que sientas algo, ánima mía, de ese paso tan doloroso, pon primero ante tus ojos la imagen antigua de este Señor, y la excelencia de sus virtudes; y luego vuelve a mirarlo de la manera que aquí está. Mira la grandeza de su hermosura, la mesura de sus ojos, la dulzura de sus palabras, su autoridad, su mansedumbre, su serenidad, y aquel aspecto suyo de tanta veneración. Míralo tan humilde para con sus discípulos, tan blando para con sus enemigos, tan grande para con los soberbios, tan suave para con los humildes, y tan misericordioso para con todos.
Considera cuán manso ha sido siempre en el sufrir, cuán sabio en el responder, cuán piadoso en el juzgar, cuán misericordioso en el recibir, y cuán largo en el perdonar. Y, después que así lo hubieses mirado, y deleitándote de ver tan acabada figura, vuelve los ojos a mirarle tal cual aquí le ves: cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña por cetro real en la mano, y aquella horrible diadema en la cabeza, y aquellos ojos mortales, y aquel rostro difunto, y aquella figura toda borrada con la sangre, y afeada con las salivas que por todo el rostro estaban tendidas. Míralo todo dentro y fuera: el corazón atravesado con dolores, el cuerpo lleno de llagas, desamparado de sus discípulos, perseguido de los judíos, escarnecido de los soldados y despreciado de los pontífices, desechado del rey inicuo, acusado injustamente y desamparado de todo favor humano”


   San Luís María Grignion de Montfort; El amor de la Sabiduría eterna, n. 173:


   “La Sabiduría eterna quiere que su Cruz sea la insignia, el distintivo y el arma de todos sus elegidos. En efecto, no reconoce como hijo a quien no posea esta insignia, ni como discípulo a quien no la lleve en la frente sin avergonzarse. Y exclama: “El que quiera venir conmigo, que reniegue de si mismo, que cargue con su cruz y me siga (Mt16,24)”


   San Josemaría, Meditación 29-IV-1963, Registro Histórico del Fundador, n. 20119, punto 13, citado por Mons. Álvaro del Portillo en VV. AA., Santidad y Mundo. Estudios en torno a las enseñanzas de san Josemaría Escrivá, Pamplona 1996, punto 286:


   “Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –la veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y por eso, ser hijo de Dios”



 Santa Catalina de Siena; Cartas n.333:


   “Anégate en la sangre de Cristo crucificado; báñate en su sangre, sáciate con su sangre; embriágate con su sangre; vístete de su sangre; duélete de ti mismo en su sangre; alégrate en su sangre; crece y fortifícate en su sangre; pierde la debilidad y la ceguera en la sangre del Cordero inmaculado; y con su luz, corre como caballero viril, a buscar el honor de dios, el bien de su Santa Iglesia y la salud de las almas en su sangre”


   Beata Isabel de la Trinidad, El Cielo en la Tierra, día 3º:


   “El alma debe dejarse inmolar siguiendo los designios de la voluntad del Padre a ejemplo de su Cristo adorado. Cada acontecimiento y suceso de la vida, cada dolor y gozo es un sacramento por el que Dios se comunica al alma. Por eso ella ya no establece diferencias entre semejantes cosas. Las supera, las trasciende para descansar, por encima de todo, en su divino Maestro. El alma le eleva a gran altura en la montaña de su corazón. Sí, le coloca por encima de las gracias, consuelos y dulzuras  que de Él proceden. El amor tiene esa propiedad: ni se busca a sí mismo, ni se reserva nada. Todo se lo entrega al Amado ¡Feliz el alma que ama de verdad! Dios queda prisionero de su amor.”


   Evidentemente, esa madurez y grandeza interior, que se manifiesta en el sufrimiento, son fruto, no de nuestras solas fuerzas, sino de la libre cooperación con la gracia del Redentor crucificado, que actúa en medio de los sufrimientos humanos por su Espíritu, transformando, en cierto sentido, la esencia misma de la vida espiritual acercando hacia Él al hombre sufriente.  Sólo Jesucristo puede enseñar, al hermano que sufre, ese intercambio de amor que se esconde en el profundo misterio de la Redención.