6 de marzo de 2015

¡Descubrimiento del dolor!


 SUFRIMIENTO



1. DESCUBRIMIENTO DEL DOLOR.


   Y es en este momento, cuando la persona toma conciencia de que el dolor coexiste permanentemente con ella y que el sufrimiento es casi inseparable de la existencia terrena del hombre, cuando la educación cristiana, que comenzó en el primer aliento de vida, dará sus frutos en una respuesta sentida donde el hombre se encuentra a sí mismo, a su propia humanidad, su dignidad y su propia misión, en el misterio divino de la Redención.


   San Josemaría nos lo recuerda en el punto 250 de Surco:


   “¡Cuánta neurastenia e histeria se quitaría si –con la doctrina católica- se enseñase de verdad a vivir como cristianos: amando a Dios y sabiendo aceptar las contrariedades como bendición venida de su mano!”


   Porque el mundo ante el sufrimiento calla, ya que no tiene argumentos que lo justifiquen; o bien, pide al hombre que soporte la insensatez de una vida con dolor difundiendo una mentalidad que lo pone entre paréntesis y lo degrada a un aspecto oscuro; intentando preservar a las jóvenes generaciones de ello. Es necesario advertir que ese sufrimiento forma parte de la realidad de la vida y que conlleva en sí mismo una capacidad pedagógica que nos libera de una paralizadora complacencia en nosotros mismos y nos conduce, a través de una adecuada educación en valores, a la busca de su sentido.


   Así nos lo manifiesta D. Álvaro del Portillo en la Carta Pastoral, 25.12.85, n.4: Romana, Roma 1985:


   “Así pues, ante el dolor inevitable (no nos referimos aquí al dolor médico que –salvo casos excepcionales- conviene quitar) y que constituye parte integrante de la existencia humana, hay que descubrir su sentido, su “porque”, y entonces se asume, se quiere, pues se tiene la verdad. En una sociedad en la que falta esa educación para el sufrimiento, hay un “handicap” para entender este sentido. El dolor no es un contravalor, sino un camino para el conocimiento de la verdad, un camino para encontrar el sentido del hombre. En la perspectiva de la fe, encuentra el dolor su verdadero sentido. Ya decía un buen Prelado, sobre esta necesidad de anunciar la Cruz de Cristo: “Este paganismo contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor- de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna…, resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su contenido” “.

   Es en estos momentos cuando uno observa la importancia de esa educación radicada en la búsqueda de la Verdad, iluminada en el fuego de la fe y trabajada en el desarrollo de las virtudes; que responde, a través de la Revelación divina sobre el verdadero sentido salvífico del sufrimiento, liberando al hombre en Cristo de sí mismo y de su desesperación.


   Así nos lo recuerda Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Salvifici Doloris” sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano, página 24, Capítulo III, punto 13:

    “Pero para poder percibir la verdadera respuesta al “porqué” del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente. El amor es también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento, que es siempre un misterio; somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el “porqué” del sufrimiento, en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino. Para hallar el sentido profundo del sufrimiento, siguiendo la Palabra revelada de Dios , hay que abrirse ampliamente al sujeto humano en sus múltiples potencialidades. Sobre todo, hay que acoger la luz de la Revelación, no sólo en cuanto expresa el orden trascendente de la justicia, sino en cuanto ilumina este orden con el Amor como fuente definitiva de todo lo que existe. El Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta respuesta ha sido dada por Dios al hombre en la Cruz de Jesucristo”
   El hombre busca, en lo profundo de su sufrimiento, la pregunta acerca de su causa o razón, de su finalidad o de su sentido; y ante la frustración de su respuesta y el drama de tanto sufrimiento sin culpa, llega a la desesperación de un mundo sin sentido.



2. LA BÚSQUEDA DEL SENTIDO.


   Pero el hombre no busca donde debe, tal vez porque nadie le ha enseñado donde debe buscar. Hemos dicho anteriormente que Dios ha querido revelarse y lo ha hacho a través de una manera específica: de una pedagogía divina. Ha querido mostrarnos, poco a poco, gradualmente todas aquellas verdades que son punto de referencia en el plano total de la salvación y que están íntimamente unidas a la perspectiva del dolor en Cristo.


   Nos lo recuerda la Declaración “Dominus Iesus” de la Congregación para la Doctrina de la fe, página 49 –Plenitud y carácter definitivo  de la Revelación de Jesucristo- punto 5:


   “En el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es “el camino, la verdad y la vida” (Jn.16,6) se da la revelación de la plenitud de la verdad divina: “Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie salvo el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt.11,27) . Fiel a la Palabra de Dios, el Concilio Vaticano II enseña: “La verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación” (Dei Verbum, 2) Y confirma: “Jesucristo, el Verbo hecho carne, “habla palabras de Dios” (Jn.3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió. Por tanto Jesucristo –ver al cual es ver al Padre- (Jn.14,9) con su total presencia y manifestación, con palabras y obras, señales y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos y finalmente con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la Revelación y la confirma con el testimonio divino”.                                                                                                             

    En el Antiguo Testamento, en el libro de Job, la pregunta sobre el sufrimiento del inocente es respondida como la pena que Dios nos infringe a causa de nuestros pecados. Ante un Dios Legislador, Juez y Creador, de quien todo proviene, la desobediencia a su ley comporta un mal moral, causa de pecado, al que como tal le corresponde un castigo. Consecuentemente observamos una de las primeras verdades fundamentales de la fe religiosa basada en la Revelación: Dios es un juez justísimo que premia el bien y castiga el mal. Así todos los que sólo explican el sufrimiento como castigo por el pecado, se apoyan en el orden de la justicia divina.


   La Sagrada Escritura nos lo recuerda en (Dn 3,27):


   “(Señor) eres justo en cuanto has hecho con nosotros, y todas tus obras son de verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios. Y has obrado con justicia en todos tus juicios, en todo lo que has traído sobre nosotros…con juicio justo has traído todos estos males a causa de nuestros pecados” Dn 3, 27


   Job, niega la total verdad de este mensaje y lo hace manifestando su propia experiencia: el suyo, que es el sufrimiento de un inocente, debe aceptarse como un misterio incomprensible para el hombre. Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido de castigo, cuando remite a una culpa; no es verdad que todo sufrimiento sea consecuencia de nuestra desobediencia voluntaria a Dios y a su vez encierre un carácter punitivo. Tal vez, concluye, tenga un carácter de prueba.


  Así nos lo recuerda Sto. Tomás Moro en su libro “Diálogos de la fortaleza contra la tribulación”, página 56 del Capítulo 4 del libro Primero:


   “Esta es una de las razones por las que Dios la envía al hombre, pues aunque el dolor ha sido ordenado por Dios para castigo del pecado (los que ahora no hacen nada más que pecar serán castigados en el infierno), sin embargo, mientras en este mundo concede misericordioso a los hombres tiempo de mejorar, el castigo por la tribulación sirve ordinariamente como tiempo de enmienda”


   La Sagrada Escritura subraya el valor educativo de la pena-sufrimiento, apareciendo el castigo, no como una destrucción de la persona sino como una corrección que le sirve para mejorar. Es en este momento cuando descubrimos un aspecto importantísimo gracias a la fe: el sufrimiento puede servir para la conversión, para la reconstrucción del bien en el alma del sujeto al darse cuenta de que el Señor nos llama a la penitencia en su misericordia divina.


   Sirvan como testimonio las palabras de sto. Tomás Moro en su libro “Diálogos de la fortaleza contra la tribulación”, página 57, del Capítulo 4 del Libro Primero:


   “El mismo san Pablo estaba muy en contra de Cristo hasta que Cristo hizo que cayera, y le arrojó al suelo, dejándolo completamente ciego. Y por esta tribulación se convirtió a Él a la primera palabra, y fue Dios su médico y le curó poco después en cuerpo y alma por su siervo Ananías, y le hizo su bienaventurado apóstol. Algunos al empezar la aflicción se mantienen tercos y tiesos contra Dios, pero a la larga la tribulación les hace volver. El orgulloso Faraón aguantó dos o tres de las primeras plagas y no cedió ni una vez, pero entonces le envió Dios un azote tal que le hizo clamar ante Él pidiendo auxilio, e hizo venir a Moisés y a Aarón y se confesó como pecador, y declaró que dios era bueno y justo, y les pidió que rezaran por él y que retirasen aquella plaga, y les dejaría marchar. Pero cuando se acabó la aflicción volvió a las mismas. Su tribulación fue ocasión de su provecho y la ayuda de Dios causa de su daño, porque su tribulación le hizo llamar a Dios y su ayuda endureció su corazón.”


   Pero en realidad, aunque a veces cueste comprenderlo por lo que encierra de misterio, para poder descubrir el verdadero significado del sufrimiento, hemos de volver la mirada al amor divino; a su revelación como fuente última de todo lo que existe: Jesucristo.


   Nos lo recuerda Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Salvifici Dolores”, página 79, en el capítulo VIII de la Conclusión:


   “El Concilio Vaticano II ha expresado esta verdad: “En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque…Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes,o.c.22)  Si estas palabras se refieren a todo lo que contempla el misterio del hombre, entonces ciertamente se refiere de modo muy particular al sufrimiento humano. Precisamente en este punto el “manifestar el hombre al hombre y descubrirle su vocación “es particularmente indispensable. Sucede también –como lo prueba la experiencia- que esto es particularmente dramático. Pero cuando se realiza en plenitud y se convierte en luz para la vida humana, esto es también particularmente alegre. “Por cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte. El misterio de la Redención del mundo está arraigado en el sufrimiento de modo maravilloso, y éste a su vez encuentra en ese misterio su supremo y más seguro punto de referencia”
 

 Siguiendo la Palabra dada, en el Nuevo Testamento –donde se cumple el Antiguo- nos encontramos con la conversación que Cristo mantiene con Nicodemo, introduciéndonos, a través de ella, en el centro de la acción salvífica de Dios y esencia misma de la teología de la salvación. Salvación significa: liberación del mal y es éste el motivo por el que está en estrecha relación con el sufrimiento; Dios nos dio a su Hijo para librarnos del mal, que lleva en sí la absoluta perspectiva del sufrimiento, ante el pecado por la caída de nuestros primeros padres. Y esta liberación debe llevarse a cabo por el Hijo Unigénito mediante su propio sufrimiento.


   Nos lo recuerda Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Salvifici Doloris”, página 28 del Capítulo IV punto 15:


   “Con su obra salvífica el Hijo unigénito libera al hombre del pecado y de la muerte. Ante todo Él borra de la historia del hombre el dominio del pecado, que se ha radicado bajo la influencia del espíritu maligno, partiendo del pecado original, y da luego al hombre la posibilidad de vivir en la gracia santificante. En línea con la victoria sobre el pecado, Él quita también el dominio de la muerte, abriendo con su resurrección el camino a la futura resurrección de los cuerpos. Una y otra son condiciones esenciales de la “vida eterna”, es decir, de la felicidad definitiva del hombre en unión con Dios; esto quiere decir para los salvados, que en la perspectiva escatológica el sufrimiento es totalmente cancelado, Como resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre existe sobre la tierra con la esperanza de la vida y la santidad eternas. Y aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con su Cruz y su Resurrección, no suprime los sufrimientos temporales de la vida humana, ni libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia humana, sin embargo sobre toda esa dimensión y sobre cada sufrimiento esta victoria proyecta una nueva luz, que es la luz de la salvación. Es la luz del Evangelio, de la Buena Nueva”.


   Podemos observar que aquí nos encontramos con una dimensión totalmente nueva y diversa del sentido que encerraba la búsqueda del sufrimiento en los pasajes comentados anteriormente de la Sagrada Escritura; de los límites de la justicia hemos pasado a la dimensión del Amor redentor que Dios nos da en su Hijo, para que “no muramos” sino que tengamos “vida eterna”. Por ello deducimos que el hombre “muere” cuando pierde “la vida eterna” por el pecado. Lo contrario a la salvación no es el sufrimiento temporal, eso no es lo peor que nos puede pasar, sino el rechazo por y a Dios, la condena, el sufrimiento definitivo.


    Así nos lo muestra san Juan (4,9-10):


   “En esto se demostró entre nosotros el Amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo, para que recibamos por Él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” Jn.4,9-10