Evangelio según San Mateo 7,7-12.
Jesús dijo a sus discípulos:
Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá.
Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.
¿Quién de ustedes, cuando su hijo le pide pan, le da una piedra?
¿O si le pide un pez, le da una serpiente?
Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!
Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.
Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá.
Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.
¿Quién de ustedes, cuando su hijo le pide pan, le da una piedra?
¿O si le pide un pez, le da una serpiente?
Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!
Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.
COMENTARIO:
Sin duda este
Evangelio nos habla de una situación que cualquier cristiano ha vivido en algún
momento, a lo largo de su vida; y es la eficacia de la oración. Jesús quiere
que sepamos, de una forma muy especial, que no estamos solos ante las
dificultades de este mundo ¡y que son muchas! Sino que Él está pendiente de
nosotros y presto, en el silencio de la cotidianidad, para acudir en nuestra
ayuda; ya que esa es la condición “sine qua non” de Aquel que nos ama con
locura.
Pero el Señor
precisa que, lo mismo que cuando uno habla espera que otro escuche, todos
aquellos que estamos agobiados, sufriendo ante situaciones que nos superan,
padeciendo enfermedades, o soportando injusticias, hemos de saber recurrir con
fe y esperanza a su Divina Misericordia. El Maestro nos asegura que para que
nos abran una puerta, es indispensable que llamemos. Y que para recurrir al
auxilio divino, es imprescindible dar ese paso en el que reconocemos que sólo el
deseo de dirigir nuestra plegaria al poder salvador de Cristo, hará que
nuestras necesidades sean escuchadas y atendidas.
Si repasáis el
Nuevo Testamento conmigo, tendréis que reconocer que en todos los casos en los
que se ha recurrido al amor del Maestro, nunca ese amor ha defraudado. No ha
importado si ha sido una petición directa, pública, o si por el contrario, ha
partido de un sentimiento oculto que ha nacido de un corazón atribulado: El
centurión romano, pidió el favor para su siervo enfermo; Jairo, el jefe de la
sinagoga, imploró por su hija muerta; la mujer con hemorrosía, mezclada entre
la gente y con una profunda humildad, pensó que si sólo tocaba el manto que
cubría al Hijo del Dios Todopoderoso, recobraría la salud perdida. Y ninguno de
ellos se fue de vacío, sino que todos recibieron el ciento por uno: recuperaron
lo que habían perdido y fortalecieron esa confianza, que se les pidió como
condición para el milagro.
Jesús nos dice,
para que no nos quede ninguna duda, que esa forma suya de obrar responde a la
propia naturaleza –tanto divina como humana- que forma parte de su realidad: y
es el Amor incondicional. Cada uno de nosotros, por el Bautismo, hemos sido
elevados a la dignidad de hijos de Dios y, por ello, convertidos en familia
cristiana. Y Dios, que es Padre, actúa con sus hijos entregando lo mejor de Sí
mismo. Pero quiere que vayamos a su encuentro, con esa seguridad que no está
reñida con la fragilidad, ya que disfrutamos la certeza de que nuestra fuerza
proviene de su Grandeza, y su sostén es nuestra esperanza. Como aquellos pequeñuelos
que confían en las decisiones de sus progenitores, hemos de tener el
convencimiento de que ante una petición elevada a su voluntad divina, ese Dios
que ha sido capaz de enviar a su Hijo para que muriera por nosotros, no nos la
podrá negar. Y si analizáis todas las situaciones a las que nos hemos
enfrentado, estoy convencida que tendréis que reconocer conmigo que, en la
mayoría, hemos sentido al Señor a nuestro lado.
Nadie sabe lo
que nos conviene, y algunas veces –aunque sea muy doloroso- es preciso amputar
un miembro cangrenado, para salvar al resto del cuerpo. Así, de esta manera y
con total disponibilidad, elevamos al Padre las peticiones con la seguridad de
que nos concederá aquello que mejor convenga a nuestra salvación, y que
contribuya a la de nuestros hermanos. Y no sé si a vosotros os pasará, pero a
mí me ha ocurrido que, con los años, toda mi vida se ha convertido –por las
circunstancias- en una constante oración: pido por los míos; por los de aquí y
los de allí; por los grandes y los pequeños; por los que sufren y padecen; por
los enfermos; para que alcancen la fe; para que sean fieles…Y agradezco al Señor
sus inmensos beneficios, y le cuento que sin Él no podría enfrentarme al día a
día, de un mundo que ha perdido el Norte de su existir. Y así, minuto a minuto,
la vida se va desgranando en un diálogo tanto humano como divino, que da la
razón de ser y de luchar a los que la disfrutamos. Porque a pesar de ser
difícil y complicada, merece ser vivida si el Amor forma parte de ella; si le da
el sentido y la sostiene como columna donde se construye el edificio de nuestra
realidad. Por eso Jesús, para finalizar su discurso, nos da la “regla de oro”
del cristiano; que debe ser el criterio práctico que mueva todos nuestros actos:
la Caridad.
Quiere el Señor
que respondamos a las peticiones de ayuda –que pueden ser silenciosas y
manifiestas en el dolor de una mirada- de la misma manera que Él lo hace con
nosotros: sin condiciones, con presteza y entregando lo mejor de nosotros
mismos. Nunca podemos olvidar que, por la Gracia Sacramental, nos convertimos
en otros Cristos en Cristo ¡Somos únicos para nuestros hermanos!¡Somos únicos para Dios!