23 de febrero de 2015

¡Que ya es hora!

Evangelio según San Mateo 25,31-46. 


Jesús dijo a sus discípulos:
"Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso.
Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos,
y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda.
Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: 'Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo,
porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;
desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver'.
Los justos le responderán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber?
¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?'.
Y el Rey les responderá: 'Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo'.
Luego dirá a los de su izquierda: 'Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles,
porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber;
estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron'.
Estos, a su vez, le preguntarán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?'.
Y él les responderá: 'Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo'.
Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo, es uno de aquellos discursos de Jesús que no sólo va dirigido a sus discípulos, sino a todos los hombres que conforman la Humanidad, a pesar de que no quieran escucharlo. Porque el Señor anuncia, con toda grandiosidad, ese momento que la Iglesia ha denominado como “Juicio Final”, para distinguirlo del juicio particular, que tendrá lugar inmediatamente después de nuestra muerte, y en el que rendiremos cuentas ante Cristo, de nuestra vida. Bien nos lo explica san Pablo, en su Carta a los Romanos, cuando nos advierte que el propio Jesús será el Juez que considere la auténtica intención que hemos puesto en nuestros actos, pensamientos, deseos y omisiones. Es en ese instante, en el que ya no habrá otro para poder rectificar, donde El Señor iluminará nuestra conducta y desvelará todos los secretos que hemos guardado en nuestros corazones. Entonces las apariencias de nada nos servirán, porque ante el Hijo de Dios rendirán cuentas nuestras realidades.

  Y es que el preciado don de la libertad es, a la vez, un arma de doble filo: ya que hace todos nuestros actos responsables y, por ello, meritorios de premio o castigo. Pero ahora, y aquí, el Maestro se dirige a cada uno de nosotros para recordarnos que, queramos o no, el Juicio Final será para todos: vivos y muertos; y que en él, se hará entrar a todas las cosas para ser ponderadas en el orden de la justicia divina. Ya no habrá un mañana para nadie, porque todo quedará convertido en un presente eterno. Y allí, y entonces, seremos juzgados públicamente, para esa gloria definitiva donde gozaremos en la unidad recuperada de cuerpo y espíritu; o bien, de la misma manera, seremos condenados como personas, al suplicio eterno.

  El Señor es muy preciso al buscar el término “suplicio”; porque, efectivamente, nos habla de un sufrimiento intenso que comporta el dolor físico y moral. Ya que en ese momento habremos recuperado la materialidad perdida para, en la totalidad del ser, gozar del premio o del castigo. Castigo, no lo olvidéis, que escogeremos nosotros en la libertad de nuestra conducta. Porque el Amor jamás condena, pero sí  acepta la decisión que tomamos de apartarnos de su lado.

  Jesús, que sabe que vamos a ser evaluados de las intenciones y los actos que hemos ejecutado a lo largo de nuestra vida, nos da las preguntas de examen, antes de que tengamos que comparecer ante el Tribunal; y nos dice que seremos juzgados, por la capacidad que hayamos tenido de hacer presente en nosotros, la  imagen divina. Y no hay nada más característico de Dios, que su Amor y su Misericordia. Cierto que eso requerirá una lucha contra nuestros más bajos instintos; pero Jesús nos asegura que si ponemos voluntad, su Gracia no nos faltará jamás. Sólo así será posible que les demos a nuestros hermanos, ese trato que les debemos por la altísima dignidad que les confiere el estar creados a semejanza de su Creador. No quererlos, no ayudarlos o, simplemente, olvidarlos, es despojar al mismo Jesucristo de tales bienes. Ya que no hay otra manera de mostrarle al Padre lo mucho que le amamos, que tratar a sus hijos con el máximo cariño, respeto y deferencia. Creo que todos aquellos que ejercéis el sagrado don de la paternidad o la maternidad, sabéis que no hay una manera mejor de hacernos felices, que hacer felices a nuestros pequeños. Pues bien, con Dios ocurre lo mismo, pero a gran escala: porque para Él, toda la Humanidad es su familia.


  Es imposible que queramos a Aquel que no vemos, y nos desentendamos de nuestros hermanos, con los que compartimos el día a día. Que no sintamos llorar nuestro corazón, ante las dificultades de los demás; que permanezcamos indiferentes, por un sufrimiento que está causado por la injusticia social. Y Jesús nos dice que no sólo hemos de sentir, sino actuar. Porque se nos valorará en ese amor que no sólo se compadece, sino que pone medidas –de forma personal o comunitaria- para subsanar los padecimientos a los que se enfrenta. El Señor quiere un alma que vibre ante las injusticias; pero que mire de solventarlas. Y no penséis que nos pide cosas heroicas, sino que como siempre, cuidemos las cosas pequeñas. Que ayudemos en nuestro entorno: en la familia, con los amigos, con los vecinos, en la parroquia, en las ONG que consideramos serias y adecuadas, formando parte de los grupos de opinión, en los ayuntamientos; pero no sólo dando, sino dándonos e impregnándolo todo de ese espíritu cristiano, que choca frontalmente con una visión materialista de la persona humana. Porque el Maestro es eso exactamente lo que nos pide: la entrega de nosotros mismos, para hacer efectivos sus planes. Ser capaces, por su amor, de unir nuestra voluntad a la suya. Y tú podrías decirme que no la conoces; y yo te diría que espabiles ¡que ya es hora! Que consultes, que reces y, sobre todo, que no tengas miedo al compromiso.