16 de febrero de 2015

¡Qué se le va a hacer!

Evangelio según San Marcos 8,11-13. 


Entonces llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él; y, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo.
Jesús, suspirando profundamente, dijo: "¿Por qué esta generación pide un signo? Les aseguro que no se le dará ningún signo".
Y dejándolos, volvió a embarcarse hacia la otra orilla. 

COMENTARIO:

  En este corto Evangelio de san Marcos, podemos observar como aquellos fariseos siguen discutiendo con el Señor, y poniéndolo a prueba. Nos dice el texto que Jesús suspiró desde lo más íntimo, antes de contestar. Esa actitud, tan humana, es un claro síntoma de cansancio; pero no de ese cansancio físico, propio de un esfuerzo, que se cura con el descanso, sino ese agotamiento moral que proviene de ver que, hagas lo que hagas, no va a servir para nada.

  El Maestro les ha argumentado, les ha sacado a colación las Escrituras, y ha testificado con hechos que sus palabras son verdaderas ¡Pero no les importa! Todos aquellos miembros del Sanedrín que le siguen, no buscan la Verdad; por eso le increpan con su falta de fe. Ninguno está dispuesto a abrir su alma y su mente, a la luz del Espíritu. Todo es inútil, ya que no quieren creer en su Palabra y, para ello, han cerrado sus oídos a la predicación. Han prejuzgado al Señor con anterioridad y, diga lo que diga, ya ha sido condenado en el interior de sus corazones.

  Ahora le piden una señal visible, espectacular y evidente, para no tener dudas y poder aceptar su mesianidad. Jesús, ante esa petición absurda que sólo indica que no han sido capaces de percibir todos los milagros que se han dado en su alrededor y, lo que es peor, que los han desprovisto de su verdadero sentido: de su misión salvadora y de la manifestación de su poder, se niega. Le parece imposible que hayan olvidado la multiplicación del pan y de los peces; de esa agua que se convirtió en vino, en Caná; de esos enfermos curados; de esos paralíticos que han recobrado la movilidad de sus extremidades; de esos ciegos que han recuperado la vista; de esa niña muerta, hija de un jefe de la Sinagoga, que fue devuelta a la vida… Nada tienen en cuenta, porque tenerlo significaría aceptar la realidad divina de Jesús de Nazaret y, por tanto, admitir el error en el que han vivido. Y lo que es peor, en el que han hecho vivir a su pueblo.

  Cristo no está dispuesto a hacer un “circo” de su Persona. Él, que en estos treinta años de vida oculta en Nazaret, nos ha demostrado que la santidad radica en hacer grandes las cosas pequeñas, por amor a Dios. En hacer bien, y en hacer el bien con todos los proyectos que el Señor ha puesto a nuestra disposición; sabiendo dar a cada una de las situaciones humanas, un sentido divino que trasciende la propia situación. No; el Maestro no dará a esta generación ninguna señal espectacular, porque esta generación está ciega ante lo que está ocurriendo delante de sus ojos: la manifestación de Dios en el Verbo encarnado; el cumplimiento de la profecía del Siervo Doliente; la Resurrección de Cristo, que surgirá del sepulcro, cómo Jonás del vientre de la ballena.


  Parece casi un imposible que aquellos hombres que discuten sin parar, por esa soberbia y ese orgullo que no les permite aceptar lo que no entienden, no sean capaces de ver como las imágenes del Antiguo Testamento, toman forma en el “Enmanuel”. Por eso no es de extrañar que en nuestros días, la historia se repita y muchos actúen de la misma manera que, siglos atrás, lo hicieran aquellos doctores de la Ley. Siguen pidiendo señales y relativizando las maravillas que el Señor les envía cada día. Para ellos todo es fruto de una casualidad que, sin darse cuenta, tiene su sentido en la causalidad eterna ¡Qué se la va hacer! A nosotros, como a los discípulos entonces, se nos pide seguir la tarea y no desfallecer; no entrar en discusiones absurdas, que no comportan nada bueno. Hemos de ser testigos, ante todo con nuestro ejemplo y, posteriormente, con nuestras palabras. Pero sobre todo, con el amor que pongamos en todo lo que hacemos, y hacer todo lo que debamos, por el amor de Dios.